La Arabia alias La Máquina.
De niño, dos o tres veces al año y lleno de alegría, me sacaban de los oscuros y limitados “bajos”, unos pisos semienterrados en la primera planta del edificio donde vivía me llevaban a La Arabia y allí se me ensanchaba el alma. Era una importante hacienda cafetera en Manizales, que había sido propiedad de mi abuelo Justiniano Londoño y que entonces la disfrutábamos sus herederos, gracias al cuidado del tío León, quien supo desarrollarla. Me daba la bienvenida una magnífica casa tradicional antioqueña, de amplios corredores, con cuartos enormes, rodeada de altas palmeras y un gigantesco y viejísimo árbol de mango en su patio interno. Creía llegar al cielo y la recorría hasta el cansancio queriendo hacer muy míos sus rincones, sus ventanas y los calados que adornaban sus puertas. Muchas veces, en el pico de las cosechas, sus corredores se llenaban del grano para terminar su proceso de secado y podíamos navegar en un mar de café. Algo alucinante. Ya adolesce...