CON TARUGO Y CARRAMPLÓN
En La Arabia, la finca de mis abuelos, no se permitían perros. Pero La Arabia no era infinita y en una de las pequeñas fincas cafeteras colindantes me recibían con cariño, me dejaban acariciar y pasear a sus dos grandes perros amarillos, de curiosos nombres: Tarugo y Carramplón.
Para comenzar, esta perruna relación tenía el encanto de contradecir una norma. Yo era niño y pensaba que teníamos demasiadas en La Arabia: rosario diario obligatorio, apagada de la luz a las nueve de la noche, aguantarnos la música de los tíos por absoluta necesidad técnica, no montar en el caballo del tío que la administraba, respetar su sagrada siesta, no tocarle su termo de tinto y menos atrevernos a hacer limonada en los alargados vasos que, enroscado en su interior, tenían la cascara completa de un limón mandarino cortada en tirabuzón para darle más sabor al Ron Viejo de Caldas que se aplicaba cotidianamente.
Los perros me acompañaban en los empinados caminos, ladraban a las mulas cargadas con pesadas angarillas para apartarlas de nosotros, saludaban a los vecinos que me recibían con una deliciosa, enorme y retorcida guama madura, o unos pequeños corozos que me servían para jugar y luego romperlos para disfrutar sus nueces. Me sorprendían sus manos labriegas, ásperas y fecundas, sus palabras sencillas pegadas a la tierra, como rebrotes, hablando de lluvia o de verano, calculando la próxima cosecha.
A veces los perros se encabritaban detrás de un esquivo perro de monte y me abandonaban. Jamás lo capturaban y siempre volvían. Creo me enseñaban a perseguir un ideal, una meta como la estrella polar para los navegantes, algo que está más allá de nosotros, pero nos orienta. Yo pensaba, seriamente, reemplazar a mi tío León dirigiendo la hermosa hacienda, culmen de mis ideales.
Me tocó volver, como Tarugo y Carramplón, a lo posible para mí. Salí de Manizales y se amplió mi horizonte. Los ideales cambiaron, pero siempre admirando mis raíces campesinas. Tarugo y Carramplón seguían cariñosamente acompañándome.
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