A CUBA POR EL CAMINO DE HERRADURA
El camino largo y Cuba la hacienda de Don Pablo Estrada y Doña Sofía Duque, ambos nativos de Aguadas.
Mi mamá era de allí y los nexos aguadeños enriquecieron mí vida. Gente amable, culta, alegre, de gran sentido musical. Para mí el mítico Putas de Aguadas no podía ser un personaje pendenciero que les ganara a todos a machetazos sino a golpes de ingenio, buenas coplas y algo de aguardiente.
Fuimos familias amigas que nos veíamos con frecuencia. En el año 1956 nos invitaron a su finca Cuba. Las vacaciones eran largas, el sitio apartado. Exigía llevar muchas provisiones. Era necesario protegerlas para el viaje “trifásico”, en carro, tren y mulas, y para ello usaban fuertes cajones, de grandes herrajes, utilizados para importar huinches, herramientas agrícolas para desmalezar, de marca Remington desde los Estados Unidos. Eran de maderas livianas y fuertes y de el tamaño preciso para cargarlos en las mulas. Todos llevaban, marcado al fuego, el nombre de la famosa armería.
Así el viaje era ya una aventura. Pienso que yo de doce años y aficionado a las películas de vaqueros, sin saber del uso original de los cajones, soñaba estar viajando con un cargamento de fusiles Remington al remoto campamento de Cuba. Carro de Manizales a Arauca y en tren, de la troncal de occidente. hasta la estación El Bosque, en Neira cerca al río Cauca. Sobresalía en la estación un hombre rubio, de ojos azules, fornido. El mono Ocampo, mayordomo de los Estradas. Allí nos esperaban “las bestias” y luego dos horas de lento camino de herradura para llegar a una amplia casona, a una gran hacienda para disfrutar.
Llegando a la casa, el mono se quejó de un gavilán, que frecuentaba un hermoso árbol cercano, porque le estaba robando los pollitos a sus gallinas. Don Pablo le dio la solución: un escopetazo. Pasó una semana y la solución no llegó. El mayordomo resolvió tumbar el árbol. El mono era de Marinilla…
Algo magullados de la montada a caballo salíamos corriendo a buscar a Bartolo el burro. Luis Alberto lo llamaba a gritos “carcajeados”, forma de gritar para llegar lejos, herencia de arrieros de especial cadencia. Bartoloooooooo, Bartolooooo, y el burro aparecía mágicamente. No importaban las cercas porque el burro no las saltaba por ser pequeño, sino se acostaba y reptaba hasta cruzar la cerca. Se dejaba acariciar de Luis Alberto y se comía las zanahorias que le llevábamos. Luego no quería separarse de mi amigo.
Largos paseos a caballo. Cabalgatas para llegar al río Cauca o recorriendo potreros hasta entrar a un hermoso bosque que había respetado la insaciable hacha colonizadora. Muchas veces nos llevaban fiambre para calmar el ruido de nuestros vacíos e insaciables juveniles estómagos. Al asaltar la canasta nos parecíamos al burro atacando las zanahorias. La mejor amazona era Fabiola Estrada. Los caballos la obedecían mansamente, no necesitaba de silla ni de ayudas. En las cabalgatas siempre estaba adelante y yo la envidiaba y me sentía atraído por ella. Hasta hoy me atrevo a reconocer que es una bella imagen en mi recuerdo.
Mi paseo favorito era a una quebrada cercana. Por largos trechos el agua corría sobre unas enormes lajas de piedra y las había ido tallando con el paso de muchos años. Formaba cárcavas, poco profundas, de paredes suaves, donde el cauce se enroscaba, formaba remolinos donde el agua era tibia. Un lugar que envidiarían los romanos clásicos amigos de las termas. Pasábamos de una a otra, buscando la más caliente.
Los menores no queríamos entrar a la casa sino a comer. Por la noche nos buscaban para acostarnos, nosotros nos escondíamos, y al final solo atendíamos el grito carcajeado de Don Pablo: “que vengan ya a acostarseeeee”.
Los adultos jugaban eternas partidas de parqués y como buenos aguadeños cantaban viejas canciones, dirigidos por mi mamá y mi tío Arturo al son del tiple y del acordeon y se tomaban unos pocos aguardientes. Para mí resaltaba un primo de ellos, recién llegado del servicio militar. Esto le ponía en mi mente infantil una aureola reforzada por vivir cargando una escopeta y en plan de cacería. Además, por la noche no tomaba alimento alguno y defendía su hábito con modernas teorías, extrañas en el medio campesino.
Don Pablo tenía un cuarto dedicado a talabartería. Trabajaba el cuero diestramente. Conocía bien las labores agrícolas. Era exigente, pero, como toque especial, ayudaba físicamente a cumplirlas. Con él era “tumbando y capando”. Usaba en su mano derecha una ancha muñequera de cuero, con correítas para ajustarla. Posiblemente hecha por él. Anotaba era para prevenir que “se le abriera la mano” en sus frecuentes esfuerzos físicos. Luego descubrí que no se la quitaba ni en Manizales vestido con elegancia. De pronto para cuidar sus articulaciones en su labor de acompañar y ayudar en muchos entierros. Una hermosa y callada labor social. Dirigía el entierro, cargaba el ataúd, y con su mano derecha, firme por su manilla, le daba el último empujón al difunto.
Ha pasado mucho tiempo y quisiera volver a oír el grito carcajeado de Bartoloooo, Bartolooo.
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