PERRA VIDA
Vivo hace 45 años en un
condominio de 112 casas, amplio, ordenado, con muchos jardines que invitan a
recorrerlo. Hace cuatro décadas disfrutaba paseando a mis niños y compartía con
mis vecinos en idéntica grata tarea. Tiempos de armonía.
Desde hace algunos años salgo a
pasear con mis nietos y observo pocos niños y a muchos de mis jóvenes vecinos
paseando perros: canes hermosos, bien tenidos, super cuidados, algunos de ellos
increíblemente parecidos a sus dueños.
Marchan seguros, exigentes, cuasi humanizados, posesionados de su papel
de miembros de la familia. No necesitan prestar servicio alguno sino ser
acompañantes, envalentonados con su cambio de ser simples perros a adoradas
mascotas. A veces reemplazan a los hijos.
Tengo que caminar con cuidado
para que no me tropiecen, me enreden en sus correas o pise algún incómodo
recuerdo, que indiferentes dejaron en el suelo a pesar de los coloridos
recipientes con letreros indicando su uso como receptores de sus excretas. Los
perros no saben leer y parece que algunos dueños tampoco.
Domina un nuevo modo de vivir la
relación del hombre con sus animales domésticos. Pienso que vivimos tiempos de
excesiva animalidad y de pronto no puedo cumplir mi sueño de niño, educado por
los jesuitas, de morirme rezando el rosario y tendré que morirme ladrando.
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