EL SERÁFICO DOCTOR NO
Nací en los años 40 en Manizales. Una ciudad arropada por la neblina y el cultivo del café, profundamente conservadora ,hasta los liberales iban a misa , y con normas tajantes para todo. Aparecí como la cereza en el postre equivocado, inquieto y rebelde. Solo cabía una posibilidad para mi educación y era la permanente aparición del seráfico doctor no. Con las características que se consideran de los angelicales serafínes todos decían buscar mi salvación con sus negativas, aunque creo que era más por tenerme quieto y evitarse molestias, no coja eso, no vaya a matarse, no se lo repito más, no grite tanto.
Para completar el cuadro me matricularon en un colegio católico, propiedad de la curia, donde aplicaban a rajatabla los diez mandamientos de los cuales siete comienzan con un enfático no imperativo. Mi primaria fue el equivalente al Antiguo Testamento en la vida de Israel. Muchos recreos los viví parado mirando un muro y a ratos con los brazos en alto por saltarme alguna de las normas. Tenía buenas calificaciones excepto en conducta. En la libreta mensual de notas casi siempre aparecía, “trata de introducir el desorden en algunas clases”. Aún hoy, en mis pesadillas, veo las manos de mis profesores, rígido el dedo índice acusador y con un movimiento pendular resaltando sus negativas.
Llegó el bachillerato y me pasaron al colegio San Luis Gonzaga de los jesuitas. Al Nuevo Testamento, con acento en el amor a Dios y al prójimo, sin tanto negativismo y menos olor a azufre, pero con una tremenda norma de castidad por nuestro patrono. Menos reglas, pero ésta muy difícil de cumplir, como era un gonzaga casi me salía sobrando el pipí.
Para completar, al final de la dictadura militar de Rojas Pinilla en 1957, volquetas cargadas de militares vigilaban las calles, obligando a no hacer, a la pasividad, dispuestos a reventar a culatazos a quien se atreviera a expresar sus deseos de cambio. Yo nunca he servido para pintar, menos aún afiches callejeros, pero si quería gritar la frase del momento “No queremos arroz con cuervo” ridiculizando al gobernador, el coronel Cuervo Araoz. Yo también enfatizaba el no.
En la universidad se respira más libertad y comencé a dar miradas permisivas a la protesta, a entender el no al establecimiento. Buscaban hacer posible los ideales a pesar de la aplanadora de la realidad afirmando privilegios. Surgía el tumulto y aparecía la policía dando bolillazos como un no violento a muchas ilusiones.
Llegó la edad madura y percibí al seráfico doctor a pesar de sus disfraces. Se esconde tras las convenciones sociales, los usos y costumbres, la necesidad de causar una buena impresión, de tener éxito. Él siempre ha estado alerta modelando mis acciones, tratando de cambiar la imagen del que quiero ser.
Tiene otro disfraz trágico, la ventanilla siniestra por donde atienden en las oficinas públicas. Si llegaba a necesitar algo oficial, para obtenerlo, debía preparar una larga y prolija información y luego presentarla en dicho patíbulo. Madrugaba. Llegaba mucho antes de abrir la oficina. Tiritando con el frio bogotano hacía una larga cola. Ilusionado alcanzaba a la ventanilla. Allí la revisaban buscando la más mínima falla y luego, displicentemente, me la devolvían diciendo, no se acepta. Con el dedo índice acusador señalando, aquí faltó el sello del subsecretario,y gritaban, siguiente por favor.
De pronto al final de mi existencia, por instrucciones del seráfico doctor, voy a negarle un sí a la muerte, y entre estertores, voy a darle un si a la vida.
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