YO VIVÍ EN UN PARQUE
El lugar donde soñamos, tomamos conciencia de nosotros mismos y tratamos de realizar nuestras ilusiones es el lugar donde realmente vivimos, con más importancia que el lugar físico donde dormimos y nos alimentamos.
Tratar de hacer una narración hilada, cronológica, sobre el tema no es posible. Simplemente pondré juntos mis recuerdos alrededor de este hermoso sitio bendecido por un guadual y envuelto a veces por la neblina.
Desde mis seis años de edad, y hasta los 20, mi centro vital fue el Parque Caldas. Curiosamente viví en cinco casas en su alrededor. Recuerdo los trasteos entre ellas, en carretilla, exhibiendo los viejos muebles que ya habían perdido su elegancia, bajo la mirada evaluadora de las vecinas. Mi tío Arturo decía, con razón, que cada trasteo equivalía a la cuarta parte de un incendio. Todas las casas a menos de cuadra y media de la estatua del sabio Caldas que le dio nombre al sitio. Viví por catorce años en el parque Caldas.
El punto central era la iglesia de La Inmaculada donde tomaba fuerza la espiritualidad parroquial. Yo era un niño fervoroso que buscaba allí encontrar a Dios y hablarle. Siento que así lo vivía. El choque entre lo espiritual y lo temporal venía de un letrero grande, cerca al altar, con un aviso “aquí se viene a rezar y no a robar” y el observar al Padre “Chocolito” en el café El Rhin ,diagonal a la iglesia, pidiendo unos especiales tintos transparentes que apurado se tomaba. Era un buen sacerdote, pero se había ordenado viejo y le quedaban algunos resabios. Dicen que prestaba plata a interés. Para mayor choque alguna vez entré y miré al padre Uribe subiendo al púlpito para predicar. Yo lo respetaba, era el rector de mi colegio, y quería oírlo. Estaba embelesado, cuando unos dedos ásperos me agarraron bruscamente de una oreja y me arrastraron fuera de la iglesia. Un cura desconocido me gritaba que yo no debía estar allí porque eran unos ejercicios espirituales para adultos. Pienso que el embeleso era porque estaba hablando de sexo.
Pero también rondaba el diablo simbolizado, para las beatas, en los tres bares de su cercanía, El Rhin, el Caldas, La Macarena, y en el Teatro Caldas. Las fotos exhibidas en su cartelera me eran atractivas, de violencia y tímidas escenas insinuando sexo. Yo las miraba y me sacudían. Cierta vez pensé en mancharlas con tinta, por pornográficas, impulsado por una cruzada católica que llegó al colegio y nos azuzaba a hacerlo. Afortunadamente el rector frenó nuestros ímpetus vandálicos.
Para completar la ventana a mi mundo exterior el parque tenía que marcar la muerte. La funeraria La Equitativa, económica, social y deportiva como pregonaba Transmisora Caldas, bien se encargaba de hacerlo. Vitrina con ataúdes y un letrero con tétrico verso “mire bien este ataúd, el próximo puede ser para Ud.”. El poeta era su dueño don Aparicio Diaz Cabal.
El gran sitio de compras era el almacén de Don Benjamín López. Mejor surtido que muchos centros comerciales actuales. Mi punto de atención era una vitrina llena de deliciosos caramelos donde gastaba buena parte de mi parca mesada cuidando para el cine dominical. Don Benjamín era especialmente atento. Me acuerdo de una anécdota: una emperifollada señora llegó a preguntarle por una elegante bacinilla y le reclamó a Don Benjamín porque no tenía tapa. Él le respondió, “Señora es que la tapa es usted”.
Mi mamá con frecuencia parqueaba al frente para hacer sus compras y un día me picó mi tradicional picardía y aprovechando que yo tenía las llaves de repuesto de su Land Rover en mi bolsillo, lo cambié de lugar y me senté a esperar el resultado. Una Pastora Jaramillo desencajada, preguntando por el carro, temblorosa. La abracé y aún hoy siento remordimiento.
Cada semana, religiosamente pasaba los lunes, con los residuos de mi mesada, a comprar albóndigas en una esquina del parque donde Míster Albóndigas, un alemán refugiado de la segunda guerra mundial. Para mí eran el culmen de lo gastronómico. Algo sensacional.
El centro del parque lo ocupaba un enorme Cedro Negro con oso perezoso incluido y otros árboles menores. Cada ocho días se estremecían con la retreta municipal. Un espectáculo musical excelente y didáctico de obligatoria asistencia. Los árboles y el guadual se estremecían mucho más con los espectáculos nocturnos de pólvora en diciembre. Salían los pájaros aturdidos y los niños los atrapábamos. Un ecocidio que nos divertía.
Recuerdo mil ratos amables en ese entorno, pero siempre tras el día llega la noche y no puedo olvidar un brochazo gris y dos brochazos tenebrosos. El primero, gris, bajo la estatua de don José María Guingue, el maestro por excelencia de Manizales, donde solía sentarse al final de sus días un descendiente suyo ya cargado de años y de senilidades, impecablemente vestido y estrenando diariamente un peinado de prócer de la independencia. Yo lo saludaba con respeto y siempre me preguntaba sobre lo que estaba pasando por su mente. Lo tenebroso en mis recuerdos se inicia una mañana saliendo de mi casa viendo la acera llena de muebles tirados, en desorden, y a un compañero del colegio llorando sobre una cama desvencijada. Les habían hecho un desahucio violento y el trataba de cuidar los despojos. Simplemente lo abracé y salí corriendo. El otro brochazo,negro, de brocha tosca y gorda, que me llegó al alma en una tarde en mi adolescencia. Yo estaba sentado en un banco y un niño harapiento, con cara de hambre, me disparó una tremenda pregunta: “¿Se quiere pichar a mi hermana?”, quedé mudo. Alrededor de un parque se dibuja la vida, con brochazos de muchos colores , con recuerdos de muchos sabores.
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