EL MEJOR DE LOS MUNDOS, EL PEOR DE LOS VICIOS
En mi ya trasnochada juventud se me planteó el crudo dilema. Fumar era bien visto, hasta elegante y para los hombres tomarse unos tragos, aún unos buenos tragos, era socialmente aceptado.
Al graduarme de bachiller llegaron las felicitaciones y los regalos. Recibí pañuelos, corbatas, mancornas, tres cartones de cigarrillos con filtro importados, y algunos libros. A nadie se le ocurrió una botella de whisky, ni siquiera de aguardiente.
Estrenando vestido Valher, metí en el bolsillo apropiado una cajetilla de L.M y un encendedor. Salí como un pavo real, de milagro no se me ocurrió cargar mi recién emitido diploma de bachiller y comencé una noche de ronda por las fiestas de mis compañeros y los cafés de cada esquina manizaleña.
Nunca había fumado y traté de hacerlo para hacerme el interesante. Me fue mal en el primer intento, busqué ayuda en los fumadores experimentados, seguí sus instrucciones, pero me ahogaba, me ardía la garganta. Comencé a mirar mal a mi cajetilla, al costoso encendedor Ronson y, para calmar mi garganta, me tomé dos o tres aguardientes.
¡Qué descanso, que delicia, que buen ánimo! Se me iluminó el cerebro y, espontáneamente, surgió la decisión al dilema tema de esta nota, apareció la solución perfecta; yo no podía con mis escasos recursos juveniles incinerar la plata del trago.
Regalé mi encendedor y los cartones de cigarrillos. Aún hoy sigo firme en mi decisión, feliz respirando bien, profundo, y disfrutando con el delicioso espíritu jovial que dan unos tragos bien administrados.
Comentarios
Publicar un comentario