TIPLECITO DE MI VIDA
Desde mi primera infancia estoy disfrutando de la compañía de este instrumento andariego con arterias de alambre y corazón de madera. Mi mamá se acompañaba con él desde su adolescencia en Aguadas, la cuna de su vida y de su sensibilidad artística.
Quedé huérfano de padre a los cuatro meses de vida y seguramente mis oídos se llenaron de sollozos y de acordes musicales que trataban de arrullar a un niño y expresar una ausencia. A mis cinco años, por una grave infección en las amígdalas, dejé de escucharlos al sufrir una sordera temprana, que aún recuerdo como una extraña y terrible experiencia. Me apresaba como si yo estuviera ausente de mi propia vida. Gritaba y no me escuchaba, solo me quedaba abrazar con todas mis fuerzas a mi mamá como tratando de encontrarme.
Pasó la crisis y reviví. Creo que por simple ósmosis algo fui aprendiendo de música. Pronto conocí mis limitaciones que venián de un difícil ensamble de un buen oído aguadeño con uno de manizaleño que a duras penas distinguía los gritos de los arrieros de los susurros femeninos al entonar el rosario.
A mi casa llegaba el maestro Pacho Gonzáles a enseñarle tiple y lira a mi mamá. Pacho fue un eminente músico y compositor, nieto de un esclavo negro fugado de las minas de Riosucio. Por él me quedó impreso que nuestros bambucos, con su alegría triste, que a veces quieren explicarlos solo a partir de España y toques chibchas, tienen dulzura y tristeza de esclavitud africana y son una afortunada simbiosis cultural . Rafael Pombo nos trae esta estrofa en su poema El Bambuco:
“Porque ha fundido aquel aire
La indiana melancolía
Con la africana ardentía
Y el guapo andaluz donaire”.
Yo aprendí a zurrunguear el tiple en el que había en mi casa. En un poco agraciado pero sonoro instrumento fabricado por Epaminondas Padilla. Una especie de Stradivarius criollo de hermoso sonido. Como corresponde a todo ser mágico desapareció misteriosamente de la cama de mi mamá a ella morir de un tremendo infarto. Estaba sola tocando tiple y aprendiéndose la canción llanera “Guayabo Negro”. Yo estaba muy lejos, sin aviso posible. Llegué a los tres días, no alcancé a su entierro y al llegar al apartamento solo pude recuperar la letra y sufrir una tremenda y negra decepción al no encontrar su tiple.
Desde cuatro años antes de su partida yo estudiaba en Medellín y con frecuencia utilizaba un tiple, lindo, pero menos sonoro que mi añorado Epaminondas. Me lo llevaba su dueño, un abogado de tremenda vida social y poco oído, peor que el mío, para que lo afinara.El instrumento permanecía más en mi apartamento que en las manos de su propietario. Yo tuve un accidente de tránsito en mi Land Rover al estrellarme una volqueta que no respetó un cruce. Me pagaron con una letra de cambio que no pude cobrar y recurrí al personaje e, ingenuamente, firmé todo lo que él me puso por delante, y terminó túmbandome. Yo correspondí a su malicia y aún no le he entregado el tiple.
En otro delicado incidente con mi Land Rover, en el barrio Laureles, me enfrenté a un señor que se me había atravesado en un carro de alta gama. Se bajó vociferante y me retó a pelear más adelante en un sitio menos visible. El llegó primero al punto y me recibió a tiros, yo busqué atropellarlo, el se tiró al piso y me hizo otros dos disparos. Estoy vivo de milagro. Al llegar tembloroso a mi apartamento, lo primero que hice fue mirar al tiplecito que tenía su puesto de honor en la parte de atrás del campero. Estaba intacto. Así poco me importaron los huecos de los balazos en la carrocería.
Han pasado muchos años y han aparecido coletazos de mi grave sordera infantil o indicios de vejez. Uso audífonos sofisticados que mejoran mi hipoacusia y sigo tratando de tocar mi trajinado tiplecito con el apoyo de un buen profesor. Ya mis tocatas son un vicio solitario porque casi nadie quiere oírme.
La linda excepción es mi nieta Micaela, de afortunados dones musicales, que me ha propuesto grabar juntos unas pocas canciones y no puedo negarme. Nunca he tocado bien el tiple y ahora pienso que mi querido compañero de vida le tiene temor a su propio sonido cuando está en mis manos, la voz la siento carrasposa y oxidada, pero caminar junto a mi nieta alegra el existir, me da plenitud y así lo importante es disfrutar sin darle mayor importancia a donde nos conduzca el ejercicio. A su edad, veintitres años, se puede permitir soñar. A la mía, muy cerca de mis ochenta años, lo debido es ayudarla a volar y a realizar sus sueños.
Me afirmo en lo afortunado del título de esta crónica “Tiplecito de mi vida”. Implica todo y, además, estoy de acuerdo con Jorge Sosa:
No me avergüenza mi tiple
No se callará mi canto
Nadie se deja quitar
Lo que le ha costado tanto.
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Este 14 de diciembre se cumplen ochenta años de la muerte de Justiniano Londoño
Mejía, mi abuelo. Yo nací en 1944.
SE FUE JUSTINIANO
Te fuiste en el cuarenta y tres y no te alcanzaron los días para poder mirarte.
Me pusieron tu nombre, me ataron al recuerdo.
Faltó tu mano fuerte que orientara mi criterio, mis inocencias pueblerinas.
No pasaste en vano, tus lecciones perduran en mis manos.
Siento tu calor, tu energía que quiero hacerla mía.
Tanto me falta, eres estrella que orienta y no se alcanza.
Escribí tu historia y sentí tu ausencia.
Tributo de amor y de esperanza.
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