TRASNOCHANDO

  

 


 

Con un trío , una botella de aguardiente, más un corazón afiebrado se fabrican serenatas. A veces para disculparnos bien por algo que hicimos mal. Pueden tener mil razones y escenarios. Uno se las puede llevar hasta a la suegra, pero aquí me refiero a las tradicionales ofrecidas por un enamorado a la niña de sus sueños. Con un exceso de aguardiente llegaban los sospechosos bamboleos del pretendiente ante la vista del suegro, alguna vez nos recomendaron usar muletas para controlarlos, pero sin aguardiente les faltaba calor y emoción.

Manizales con su apego a lo español nos animaba a hacerlas y en el agitado curso para ser hombres se incluía esta tradición, unida al apego a los toros y a los tangos. A veces disimulábamos con un poco de literatura. Yo hacía acrósticos y pequeños poemas para las novias de mis amigos. Me los pagaban con aguardiente.

Uno de los sitios clave para iniciarlas era El Bambuco, un bar convenientemente situado cerca a la zona de tolerancia y vecino del Marica Alberto, el más famoso bailarín de tangos, que vendía un caldo mágico para resucitar borrachos. 

Los tríos más socorridos eran el trío Alcarí, el de Balmore y el de los Ñatos Arango. Este con la dificultad que sus enormes narices ocupaban más espacio en el vehículo que sus instrumentos, pero eran magníficos músicos.

El verdadero arranque eran unos buenos tragos y el ensayo de las canciones. Debían ser cinco y la advertencia frecuente era prohibir que el trío escogido las recortara para ahorrar voz y tener tiempo para más clientes.

Siempre el oferente cargaba una corte de gotereros y amigos y el gasto se incrementaba, amén del transporte para tanto pato. Cumplido el requisito de los buenos tragos arrancábamos a la una de la mañana donde la Dulcinea de turno. Buscábamos la ventana, se ponía el interesado en primera fila, los músicos inmediatamente detrás, y los la bandada de patos al fondo. Aquí venía la parte culminante: apostábamos a atinar en que canción se iba a encender la luz, signo de aprobación. No faltaba el amigo “cicuta” que apostaba a que no la iba a encender. A veces eso molestaba al oferente y motivaba roces. Todo dependía de la fuerza del arranque etílico.

Al final se pasaba una tarjeta por debajo de la puerta con el membrete del trío y las canciones. Afortunadamente no quedaba espacio para las declaraciones de amor, usualmente ridículas. A veces la novia se atrevía a bajar a la puerta y corresponder con un abrazo. Todos aplaudíamos.

Regresábamos a El Bambuco, y si de pronto quedaban pesos en el bolsillo, se compraba otra botella de aguardiente y se pagaba otra ronda de música. Muchas veces terminabamos donde el Marica Alberto pidiendo su caldo mágico para poder volver a la casa.

En mi noviazgo con Carmen Alicia le llevé la clásica serenata anterior al matrimonio y conservamos de ella el más grato de los recuerdos. Muy diferente a la de años después cuando ya teníamos tres hijos pequeños y se me ocurrió la idea luego de una gran reunión de colegas zootecnistas que pretendíamos crear nuestra asociación; ya  visiblemente pasados de tragos  y con la disculpa de estar esperando la transmisión de una pelea de Pambelé en el Asia. Era nuestro primer campeón mundial de boxeo, un héroe nacional que se atrevía a exigirle al presidente Misael Pastrana Borrero acueducto para su tierra San Basilio de Palenque. La transmisión comenzaba a las tres de la mañana. Llevé a mi casa los músicos y a varios amigos. Queríamos ver la pelea y disfrutar la serenata. A uno de mis colegas se le acababa de morir su hijo pequeño y sacó a mi hija Catalina de su cuna pretendiendo consolarse abrazándola, estrujándola. La hacía llorar y a mi señora le provocaba, razonablemente, matarnos.

Terminó la pelea y para ponerle fin al incordio serenatero Carmen Alicia levantó a la niñera y se puso a repartir borrachos. Claramente se perdió el toque romántico. No he vuelto a aparecerme con serenata.

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