UN CADAVER EN LA SALA
Era usual en mi infancia. Los velorios se hacían en las casas durante toda la noche, normalmente en la sala. Un ataúd destapado, el difunto, dos grandes candelabros con gruesas velas blancas enmarcando a un doliente crucifijo, y muchas sillas a su alrededor. Una grande y especial para el sacerdote que acompañaba por algún tiempo el doloroso episodio poniendo cara solemne, encorando rosarios y soltando algunos latinajos para darle mayor importancia a la ceremonia. Un pequeño “Réquiem”
Chorus Angelorum te suscipiat,
et cum Lazaro quondam paupere aeternam habeas réquiem.
Los coros de ángeles te reciban,
y con Lázaro, que alguna vez fue pobre, puedas obtener el reposo eterno.
Las señoras se turnaban para rezar los mil jesuses, los rosarios interminables por los adornos verbales que les ponían compitiendo entre ellas para colocarle a la sencilla oración todos los floripondios posibles.
Llegaban los parientes y amigos, cariacontecidos, con vestidos negros, luchando por encontrar la frase adecuada, respetuosa, para expresar el dolor compartido con la familia más cercana al difunto. Habían comido bien y se preparaban para una larga noche a punta de tintos, aguas aromáticas y oportunos calditos. Los señores se aventuraban a llevar pequeñas cantimploras con brandy o coñac en las casas elegantes o el sencillo aguardiente en las casas normales. Lo tomaban sigilosamente cuando salían al corredor o al patio. Un pecado bien conocido y aceptado que ante el cuál algunas señoras simulaban escandalizarse por los furtivos brindis.
Entre rosario y rosario se podían escuchar los cuchicheos, algunos intrascendentes, otros con el deseo de conocer detalles íntimos de la enfermedad y el trance final o buscando información para saber ubicarse bien ante la necesaria repartición de bienes. A veces surgían frases mordaces atacando a quien ya no se podía defender o ridiculizando algún detalle poco elegante de su familia. Generalmente los comentarios eran amables. Lo mejor para lograr buenas opiniones sobre nosotros es morirnos.
Me tocó vivir en carne propia ese fúnebre proceso. Un acontecimiento tan triste que llegué a pensar que no había relato posible. Tenía seis años y desde muy niño vivía en la casa de mi abuela materna donde nos habíamos refugiado luego de la temprana muerte de mi papá. En una madrugada gris me despertaron las exclamaciones de dolor por el fallecimiento de mi abuela María. Lloré abrazado a su cuerpo aún caliente; con cariño y fuerza me desprendieron de ese tradicional refugio y me escondí en el gran closet de su cuarto. Quería estar cerca. Temblaba con mis sollozos y un gran frío que no superaba a pesar de haberme echado encima un grueso abrigo que pude arrastrar de su perchero. Me dolían hasta los huesos. Pienso que debía estar lloviendo y yo quería desaparecer con la música humilde de la lluvia.
Unos vecinos amables nos inventaron a mi hermana y a mí un paseo rural para distraernos. Al atardecer, al volver a la casa, me estremeció encontrarme con el cadáver de mi abuelita en la sala. Ya estaban allí muchas personas y yo sentía el aire denso, pesado, casi como un jarabe.
En esa tarde, esa muy triste tarde, miraba a mi abuelita vestida con un hábito, un raro vestido religioso de tono frío que se confundía con el color del ataúd, contemplando extrañado su cara verdosa, inexpresiva. Yo quería pensar que no me hablaba porque habían atado su mandíbula desencajada a su cabeza con un gran pañuelo blanco. Yo tenía miedo que se la llevaran a un cementerio para convertirla en fantasma.
No quise volver nunca más a la sala de la casa.
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