CRISPADOS POR CRISPÍN
Estábamos jóvenes, con tres niños pequeños, felices recién pasados a un nuevo barrio bogotano, Gratamira. En 1978 era una isla en medio de potreros en las colinas de Suba, con amplias zonas verdes. Estaba en plena construcción y muchas casas aún sin entregar. La preocupación mayor era la seguridad por lo apartado del sitio y por un tremendo campanazo de alerta: una noche asesinaron al celador de la portería.
Para completar, los constructores, sin darnos aviso, quitaron la celaduría de la obra y los residentes aún no estábamos organizados, apenas nos conocíamos de vista. Ante la urgencia improvisamos por turnos rondas nocturnas de propietarios, algunos armados, y para el frío las acompañábamos con botellas de brandy. Esto creó sólidos lazos de amistad y de trabajo conjunto.
Logramos formar nuestra asociación y elegir la primera junta directiva. Con buen criterio nombramos a un exmilitar como jefe de seguridad y se organizó nuestro servicio de celaduría. Nos sentíamos más tranquilos y entusiasmados,entonces organizamos una ceremonia para todos los sábados. Una izada de bandera con un romántico toque de clarín incluido. Nos sentíamos arropados por nuestra bandera.
Cuando éramos novios, Carmen Alicia y yo habíamos llegado a algunos acuerdos para la futura vida en común. Uno de ellos era que no íbamos a tener mascotas. Pero al llegar al nuevo barrio, tuvimos que romperlo: un matrimonio especialmente ligado a nosotros, los Echeverri, nos regaló un precioso cachorro French Poodle, hijo de una perra súper especial, campeona de su raza y que había sido imposible de preñar por la ruta natural y lo habían logrado por inseminación artificial y sólo tuvo un cachorro. Todo un tesoro y un compromiso.
El barrio era perfecto para consentir a un perro y Felipe, nuestro hijo mayor de siete años, se apoderó del cachorro y lo bautizó Crispín. Era la luz de sus ojos y siempre estaban juntos, disfrutaban de los jardines, de los caminitos y de la tranquilidad.
Un día desapareció el perrito y comenzó la tragedia: Felipe lloraba desesperadamente y erizado, crispado, daba vueltas y vueltas al barrio gritando Crispín. Toda la familia triste y preguntándose qué había pasado. Dos o tres días más tarde tuvimos la respuesta: Crispín había sido secuestrado y nos llamaron pidiendo rescate. El perrito tenía una placa con nuestro apellido y teléfono. El secuestro de personas ya estaba de moda. Nos atemorizamos y recurrimos a nuestro jefe de seguridad. Este movió sus contactos, nos hizo atender la cita del rescate en la plaza de Suba y estableció una red para capturarlos.
Llegó el momento y vimos una pareja de campesinos, de pobrísimo aspecto, trayendo a Crispín, más asustados que nosotros. Cayó la red policial y los rodearon amenazantes. La campesina lloraba, que ellos eran vecinos y lo encontraron por casualidad, que inicialmente sólo buscaban una recompensa, pero unos amigos los convencieron de que era la oportunidad para sacarles plata a los vecinos ricos y ellos se habían dejado convencer. Como eran personas elementales, nunca se imaginaron que estarían rodeados de policías listos para apresarlos por secuestro. Cuando les cayeron los agentes, estaban muy atemorizados y temblaban. Nos compadecimos. Se habían contagiado de la terrible moda nacional. Con dificultad convencimos a los policías de que los dejaran ir. Los agentes se contentaron con amenazarlos y hacerles una reseña.
Al bañar a Crispín lo encontramos muy flaco y lleno de moretones y hasta nos arrepentimos de haber dejado libres a los secuestradores. Llevamos el perro al veterinario, el mismo que atendía a la mamá de Crispín, lo revisó y el diagnóstico fue inesperado: el elegante Crispín no sufría por malos tratos, sino que tenía una enfermedad hereditaria de baja producción de insulina y esa era la causa de los moretones. Era necesario inyectarlo todos los días. La logística era difícil, costosa y su resultado incierto.
Tuvimos que despedirnos del perrito. Nos reunimos con los Echeverri, suspiramos juntos y nos tomamos unos tragos para dejar de estar crispados por Crispín. Felipe no podía acompañarnos y seguía llorando.
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