EL MOJICÓN DE ELEUTERIA
En Sonsón, donde son dos veces, yo pasé dos veces mis vacaciones de bachillerato en la casa de mi hermana Berta. Llegaba, luego de un viaje largo y atroz en chiva desde Medellín, a encontrarme con un lindo y frío pueblo del extremo sur de Antioquia, a 2500 m.s.n.m., desde donde se divisa a Aguadas en Caldas, cercano, pero sin comunicación directa.
Me sorprendió su catedral; estuvo cuarenta años de construcción aprovechando las minas cercanas de granito. Llena de bellos detalles. Su piso en piedra tenía la imagen estilizada de la cruz. Algún párroco se le ocurrió ponerle baldosines porque no se debía pisar el símbolo sagrado,además le endilgaban a la gran construcción que dificultaba las precarias comunicaciones radiales de la época para los querían vivir pegados al radio oyendo noticias y novelas.
Los pocos sermones que sufrí estaban llenos de mensajes políticos, fustigando a los liberales por anticlericales. Repartían hojas parroquiales con el mismo énfasis. Siempre he sido godo, pero esto me pareció inapropiado y excesivo, no lo había vivido en Manizales. En el año 1962 un fuerte terremoto afectó la catedral en su estructura y tuvo que acabarse de demoler con una gran implosión. Los liberales anotaban que la construcción no pudo aguantar tantas presiones negativas.
Yo tenía una visión mítica de Sonsón como el gran centro colonizador hacia el sur de Antioquia. Cuna de importantes familias manizaleñas muy prendadas de su origen. Cuando se fundaba el departamento de Caldas en 1905 el gran personaje sonsoneño era Don Lorenzo Jaramillo, un banquero y terrateniente que financió buena parte de la colonización en el Quindío y Risaralda. Hacia frecuentes viajes a sus nuevas fincas y las malas lenguas decían que muchos de los niños y de los potros de la región eran hijos de Don Lorenzo o de su caballo.
Mi hermana estaba recién casada y su marido llegó a Sonsón a trabajar con la Federación de Cafeteros. La sede era un gran caserón con pesebreras, muy cercano a la plaza principal. Tenía un café al frente y se comunicaban con un timbre. Una clave especial para pedir tinto y otra para aguardiente. Situada en una calle de gran movimiento de bodegas, siempre llena de hombres, a la que temían cruzar las señoras por el exceso de piropos de todos los calibres. Como desquite, las señoras la pusieron la calle de los cacorros. A las cinco de la tarde salían los funcionarios importantes, no a buscar su carro sino su caballo, ponerse los zamarros y salir en cabalgata tomando aguardiente en los sitios escogidos para el recorrido diario.
Recién llegado me prestaron un caballo de esa pesebrera, salí feliz y al galope que era como me gustaba. A la cuadra el caballo torció a la derecha abruptamente y se detuvo ante una cantina. Yo casi me mato por la caída sobre el pavimento. No conocía ese reflejo condicionado. Mi rocinante paraba en seco en ciertos bares. Pronto aprendí a defenderme, no me caía, toleraba la brusca parada, pero desafortunadamente no tenía edad para empujarme un trago y tenía que seguir paseando.
La casa de mi hermana era una construcción típica, de bahareque encementado, en un segundo piso. Tengo grabada la linda imagen de una joven rubia y de ojos azules que era la empleada doméstica. Las dos hacían milagros para aposentar a la tribu familiar manizaleña en su visita anual. Hoy la siento tumultuosa, excesiva, para una joven pareja con su primera hija. Para dar abasto traían la comida, deliciosa comida, en portacomidas desde un restaurante cercano.
Berta para entretenerme me llevaba al club social. El coctel clásico era “Mañanita”: leche caliente con algo de aguardiente, azúcar y servido como un tinto. Excelente para el frío, entre los 10 y 18 grados centígrados. A veces visitábamos una casa muy elegante en el marco de la plaza, donde vivía una familia Botero. Allí me embelesaba con una hermosa pianola, igual a un piano tradicional, pero con la ventaja de usar unos grandes rollos musicales de papel perforado. Cada rollo traía una canción y con los pedales de la pianola se activaban, milagrosamente, las teclas de la pianola. Mi hermana tenía que insistirme para que dejara el elegante juguete. Gozaba cambiando de ritmo a Mozart, o a Bach, mandándolos con solo modular el ritmo de los pedales. Me parecía mágico.
De manera ocasional me dejaban entrar, con el apoyo de mi cuñado, al café El Mejor a tomarme un tinto. Realmente lo era, con dos pisos y agradable ambiente. A veces tenía música en vivo. Cantaban canciones procaces. Subidas de tono. La más solicitada era El mojicón de Eleuteria que decían hacía sonrojar hasta un arriero. Me quedé sin disfrutar dicho mojicón. Siempre lo prohibían en mi presencia.
Las fiestas famosas eran las fiestas del maíz en agosto. Llenas de cabalgatas, música andina, aguardiente, comida típica a base de marrano, maíz y fríjol. El desfile de la familia Castañeda, simulando un tremendo trasteo típico, lleno de muebles viejos, colchones, hamacas, máquina de coser, peroles, chocolatera, cacerolas, perro, bacinillas, canarios, lora, canastos y arrieros bocones. Al final del jolgorio anual llegaba un triste desfile para acompañar el entierro de una tusa pelada. Ya sus granos se los habían comido y era sepultada en la tierra simbólicamente como siembra que debería retoñar al año siguiente.
Era muy notoria en estas fiestas la presencia de gitanos tratantes de caballos. Sonsón dependía del transporte en mulas y caballos. Los gitanos hacían milagros y contaban que uno les vendía un animal viejo y cansado y a los ocho días uno mismo se los volvía a comprar sin identificarlo. Un nuevo animal garboso y alentado. Algo sospechoso.
Me quedó un recuerdo amable de Sonsón. No he vuelto para poder tomarme unos aguardientes en el café El Mejor y poder disfrutar, prendido, del mojicón de Eleuteria.
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