MANIZALES DEL ALMA, MANIZALES DE ENSUEÑO
Manizales en mi infancia era poco más que un simple punto de encuentro y vivienda de propietarios agrícolas. Algunos economistas pregonaban que eran necesario diez campesinos activos para mantener a un citadino y eso se cumplía. La población en Caldas era mayoritariamente rural. Sentíamos a Manizales de modo diferente. Llegábamos a ella por carreteras sinuosas, faldudas, en mal estado, llenas de curvas en las cuáles era imposible narcotizarse como en las autopistas gringas. Permitían fijarse en el paisaje, obligaban a observar sus alrededores, nos permitían vivirlos, no simplemente atravesarlos.
Un ambiente todavía influido por la religión católica. Una
comunidad donde muchos de sus integrantes se preocupaban por otros vinculando
por compasión a los pocos extraños. No sentíamos a los demás diferentes. No se
veían indígenas, ni casi afrodescendientes y los pocos boyacenses se aceptaban
fácilmente si no tenían éxito económico.
El centro vital era la Catedral. Su construcción fue un tremendo
esfuerzo cívico, expresión de virtudes colectivas; estaba sin terminar y su
exterior simple, sin adornos, sin revestimientos, nos parecía una piel desnuda,
atrayente. La Catedral expresa la apasionada vinculación de los manizaleños con
su ciudad, fruto de una época donde medíamos el progreso por la cantidad de
cemento que se podía observar. Aún teníamos cicatrices de los grandes incendios
y buscábamos una ciudad incombustible.
La misa dominical allí nos reunía. No solo por piedad sino
para poder acercarnos a las jovencitas que motivaban nuestros afanes y
sonrojos. Andábamos en pequeños grupos de amigos, bien arreglados, con
comentarios picantes y alguna oportuna copla:
Los clérigos disfrutan a mi juicio,
la vida más sabrosa y de más risa:
No hacen más sacrificio
Que el santo sacrificio de la Misa.
Otra construcción emblemática es el cementerio San Esteban. Algo
apartada del centro histórico de la ciudad; los cementerios se construían un
poco lejos por un ancestral temor a la polución y a la creencia de algunos que
los muertos podían caminar de noche. Visitarlo en tristes momentos era
obligatorio. Llegábamos en pequeños y llorosos grupos en una lenta comitiva.
Para mi una triste y recurrente comitiva.
Pronto comencé a notar la rígida estratificación social de la
ciudad, en el cual las diferencias eran abismales. Para cierta élite tenía
elegancia el suicidio con altas dosis de morfina, mientras en la calle, en los
bares populares, mineros desesperados terminaban su vida fumándose un taco de
dinamita. Estos grandes contrastes les permitieron a algunos mostrar a la
ciudad como expresión del dominio de clase en la sociedad colombiana. Para
hacer visualmente evidentes las diferencias la ciudad tenía un club lujoso,
hermosas y amplias construcciones, muchas del llamado estilo republicano, a
pocas cuadras de barrios con casas mínimas donde no podía existir privacidad ni
intimidad alguna. Viviendas de guadua en inverosímiles pendientes que eran,
casi año tras año, arrasadas por avalanchas invernales. Una imponente catedral
neogótica con preciosos vitrales alojaba en sus barandales a los “terciadores”,
humildes transportadores de cualquier cosa en enormes canastos terciados a su
espalda y sostenidos de la frente por una banda de cuero; en su cintura, un
pequeño delantal de lona y bordes de cuero llamado “tapapinche”; en sus pies,
alpargatas, y en su cabeza un raído sombrero aguadeño.
En
Manizales todo es subiendo o es bajando. El marcado desnivel topográfico arrastra
implicaciones sociales. En las ciudades planas rápidamente nacen barrios
separados para las diferentes clases sociales. En aquel guadual urbanizado, las
casas de habitación tienen dos pisos al frente y cinco por detrás. El piso
alto, bien iluminado y amplio, acoge a los de buenos recursos, el de los
oscuros y semienterrados bajos era el albergue de familias como la mía: de
recursos limitados, alta autoestima y buena educación, que se consolaban de su
precario abrigo por estar bien situados y codearse con los más afortunados,
algunos de su mismo clan familiar. Bien abajo quedaba un cuartico pequeño,
humilde, mal iluminado y peor ventilado, refugio de zapaterías mínimas, de
empobrecidos “arreglalotodo”. Un
triste cuchitril. Yo pensaba que a los de arriba les sonreía el sol y a los de
abajo se los tragaba la tierra.
Ya adolescente eran frecuentes las caminatas sobre la carrera
23 para encontrarme con los amigos, tomarnos una cerveza, mirar a las jóvenes y
dejar que nos miraran. Casi siempre éramos los mismos paseantes y nos reíamos poniéndoles
apodos a las caminantes. Un par de hermanas, carentes de gracia, trataban de
mostrarse con demasiada frecuencia. Las pusimos las Expreso Palmira porque
salían cada 15 minutos como rezaba la propaganda de la empresa. Otra, de unos 30
años, desfilaba con una apretada y cortísima falda. Decidimos que no podía ser
para mostrar sus huesudas piernas y la causa de ser pequeña su falda era por
motivos de ahorro: quedó bautizada como la económica.
Especialmente los sábados acostumbrábamos, luego de tomarnos uno o dos
sifones de cerveza en el bar La Cigarra, apostarnos en alguna acera de la
carrera 23, recostados en las casas como sosteniendo las paredes. Una vez una
linda adolescente comenzó a pasar frente a la fila de amigos. Jorge Mejía, el
primero, le pidió una mirada de sus lindos ojos y solo obtuvo un gesto altanero
como respuesta. Él se adelantó un poco insistiendo y ella le repitió el gesto
despectivo. Caminó, el ya furibundo Jorge, unos 10 metros adelante, se
arrodilló aparatosamente en la acera y cambió su petición. Ahora le dijo,
gesticulante y con ojos desorbitados: “Mamacita, una mirada para este pobre
hijueputa”. Y lo miraron esos lindos ojos.
Esta nota de caminar y sentir, simplona como era la vida en
esa “aldea encaramada”, vuelve para renovar mis raíces. No vivía en París,
tenía todavía la humilde batatilla campesina pegada a mis zapatos, pero
disfruté mi ciudad profundamente.
Quisiera volver a Manizales del alma, con la frente marchita como en el tango de Gardel, simplemente a caminar y sentir.
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