MODELANDO

                                                           



    Hoy me levanté animado con  mis 79 años a cuestas y, por absoluta necesidad, tuve que mirarme en el espejo para peinarme y lavarme los dientes. Lo que vi, mis despojos, me desanimó y me pregunté como hace unos buenos años yo era un cotizado modelo de propagandas por televisión. Hoy eso no es creíble, pero me acuerdo en que en aquellos lejanos  tiempos de ajetreos publicitarios me explicaron que lo importante para escoger a un modelo no era su belleza, sino que registrara bien.

 

Mi hija Alicia María, de niña, había filmado unos comerciales para Credibanco en Santa Marta y Bogotá. Yo la acompañé a sus presentaciones y, en una de ellas, un jefe de producción de la agencia de publicidad comenzó a mirarme, de un lado y de otro.  Aclaró que me miraba pensando en que yo podía servir como modelo y me pidió el favor de hacer un casting.


Me sentí halagado y acepté. Registré bien y llegaron numerosas ofertas. Yo estaba dispuesto a todas por mi excesiva autoestima. Había quedado huérfano de padre a mis cuatro meses de edad y me había criado en la casa de mi abuela materna dentro de un enjambre de tías solteronas y viudas jóvenes y para ellas, explicablemente, yo era un pedacito de cielo, un verdadero ángel digno de haber sido pintado por Rafael en el Renacimiento. Yo me lo creía.


Actué en una serie de comerciales de Pony Malta de gran difusión. Ya me identificaban con el comercial en los supermercados. Siempre aparecía feliz, fortificado y fresco bebiendo gozoso mi Pony Malta. Lo grave es que nunca me ha gustado el producto y tenía que hacer un gran esfuerzo para hacer buena cara en el momento. Se perdieron kilómetros de cinta de grabación buscando la expresión correcta, pero al fin lográbamos el objetivo.


Otra serie fue para el Banco de Bogotá, más que todo fotografías. En alguna debía salir con un hijo. La sorpresa fue, que, sin yo tener influencia alguna, el escogido fue el hijo de un primo hermano mío. La sangre Londoño nos marcaba.


La propaganda inolvidable para mí fue para la firma francesa Moulinex ,la que hace más fácil tu día a día, la reina del mercado de electrodomésticos en ese momento para su producto estrella la exprimidora de cítricos.


El guión mostraba a un ejecutivo joven, temprano en la mañana, bajando sonriente por las escaleras de su habitación para recibir un gran vaso de jugo de naranja, procesado muy fácilmente por su bella esposa en una exprimidora francesa de alta tecnología. Él hacía carita feliz y le agradecía con un beso afectuoso en su mejilla. Algo paradisíaco.


Bien conocemos que la serpiente del mal tiene entrada a todos los paraísos. La Biblia lo confirma. Aquí fue la total falta de empatía entre los dos modelos. Ella era la chica Glemo de ese año, una bogotana muy alta, de provocativo busto, hermoso pelo y en el curubito de su fama. Yo era un simple hombre joven de baja estatura, de aspecto amable con buen registro fotográfico.


A mí me encantó físicamente la chica Glemo. Para ella, así lo pienso, yo era uno del montón, un miserable enano provinciano, un paisa lenguaraz que iba a besarla. Inaceptable. El productor intervino, trató de suavizar el tema del beso y creo le ofreció pagarle más por el sacrificio.


En la práctica yo tenía que encaramarme en un cajón para simular altura y lograr el encuadre perfecto. Surgieron dos serios problemas: yo me reía al sentirme ridículo subiéndome al cajón y a ella le fastidiaba mi beso y hacía cara de desagrado. Ensayo tras ensayo no se lograba, el ambiente se tornó tenso, corría el tiempo. Los modelos nos mirábamos con rabia. El productor se jalaba el pelo y, en mi ofuscación, lancé una brillante idea para evitar reírme: que yo no me encaramara en el cajón y le diera el beso donde bien alcanzara.


Fue el acabose. Ella gritaba histéricamente y su novio quería pegarme. Tuve que retirar mi propuesta y después de mil intentos logramos complacer al productor. La propaganda de Moulinex pudo salir al aire y yo pude seguir modelando.

 

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