DESVARIANDO

 Finalizando mi sexto de bachillerato en el colegio San Luis Gonzaga, de los jesuitas, algunos estudiantes organizaron una fiesta de despedida a los próximos bachilleres. Escogieron la finca El Algarrobo de la familia Estrada Chavarriaga. Una típica y hermosa hacienda cafetera.

 


Llegamos a media mañana en un bus. Ya olía a aguardiente y los ocupantes pasaron de simples escolares a ser extrovertidos alborotadores. Una tradicional matada de marrano los estaba esperando, pero teniendo cuidado en que la buena alimentación no limitara los efectos etílicos. A algunos tuvimos que acostarlos, en una apartada habitación, para que durmieran sus excesos. 

 

Llegaron los sacerdotes jesuitas a participar y el ambiente les pareció pesado, fuera de control, indebido para unos “príncipes Gonzaga”. Tocaron en la cerrada habitación, refugio alcohólico, y preguntaron la razón de estar encerrados. Al más borracho se le ocurrió decir que era para evitar la joda del padre Prefecto. Los curitas no aguantaron más y se devolvieron para Manizales.

 

Llegó la noche y se quedaron algunos ebrios, desgonzados y arrumados en sus camas y, muy activos, los más amigos de los dueños. Yo encabezaba la lista de allegados, y luego de comer algo, reanudamos, con todo fervor, los ajetreos alcohólicos cantando con José Alfredo Jiménez y Miguel Aceves Mejía sentidas rancheras. Al final también quedamos arrumados, vencidos, encima de los primeros abatidos por el aguardiente.

En un limbo mental, medio atontado, desvariando, me desperté a la madrugada con tremendas ganas de orinar y surgió un grave problema: veía a un enorme perro negro enroscado a los pies de la cama y conocía, por antiguos paseos al sitio, de la ferocidad de los perros del Algarrobo, amaestrados para destrozar a cualquier extraño y así proteger a sus dueños. Temblé, no me atrevía a bajarme de la cama para ir al baño y sufría ante la vergonzosa posibilidad de orinarme en la cama y encima del compañero que la compartía. Pensé se me iba a estallar la vejiga repleta de aguardiente. En la angustia apareció la débil luz de un sol naciente y pude ver mejor al feroz enemigo, al perro negro. Pensé había ocurrido un milagro porque la fiera se había convertido en un gran neumático de camión inflado para servir de flotador.

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