ESPERANDO BUS
Al comenzar bachillerato mi nuevo colegio, el San Luis Gonzaga, quedaba lejos de mi casa y no tenía servicio de transporte escolar. Muy temprano salía a coger el bus, a un paradero cercano situado entre dos bares que con frecuencia ofrecían el espectáculo de borrachos tirados en la acera. Esto era impactante y triste, más en las frías y frecuentemente lluviosas mañanas manizaleñas.
En algunos días, cuando llegaba al paradero, estaban de rumba. Yo procuraba identificar a los festejantes, mirar a las coperas. Cierto día oyendo en la pianola un bolero, un piano y a un cantante automáticamente pensé en Agustín Lara y me puse feliz. Estaba equivocado: era la nueva figura musical Fernando Valadés. Pronto parodiábamos su canción estrella “Como de que no” cantando felices “como te quedó”. En los paraderos se aprendía música.
Cada bus urbano era un universo diferente. Aún no los habían uniformizado con propagandas comerciales y slogans políticos. Conductores amables, que parecían competir por el tamaño de sus barrigas y por el decorado del vehículo, ventripotentes, lenguaraces. Hacían milagros para recibir el pago en pequeñas monedas, dar vueltos, acomodar grandes paquetes en el espacio entre los pedales y la puerta de entrada, evitar colados por la puerta de salida y gritar “favor correrse atrás”. Lo fácil era manejar: en la Manizales de entonces el tráfico era mínimo y yo pienso que los buses casi podían moverse solos.
Mirando las paredes del bus se identificaban fácilmente los gustos del conductor: en el interior, a todo lo largo, fijaban fotografías de Carlos Gardel y Libertad Lamarque o de Javier Solís, Cantinflas y de Santos el enmascarado de plata. A veces de Tarzán en la selva o de los vuelos de Superman, ocasionalmente dibujos picantes sin llegar a ser vulgares y siempre afiches del Deportes Caldas y de la Feria de Manizales. Me encantaba mirarlas y sacar mis deducciones sobre el conductor y luego tratar de adivinar, mirando su figura, si mis conclusiones eran válidas. No tenía tiempo para aburrirme en el corto trayecto diario.
En medio de un feroz aguacero, cuando esperaba un bus en un paradero sobre la Avenida Santander para regresar del colegio con mi compañero Jaime Robledo Ocampo y algo protegidos de la lluvia, vimos llegar, para nuestra alegría, el precioso Cadillac de la abuela de Jaime y salimos de nuestro precario refugio para abordarlo. Era lo que llamábamos “hacer tostadora”. Paró, se abrió un poco una ventana, Mamá Julia amablemente nos saludó, ajustó su vidrio y ordenó al chofer seguir su camino. Nos vio demasiado sucios y mojados para montarnos en su flamante carro.
En el mismo sitio en otra ocasión, vi con angustia frenar súbitamente a una volqueta del ejército y salir volando un soldado que venía en el platón sentado sobre una caneca metálica de 55 galones. Su cabeza chocó contra el pavimento y fue escalofriante el especial sonido del impacto y mirar el cuerpo descerebrado con estertores en las piernas. Por muchos días solo tomé el bus en otro paradero.
El hecho de esperar un bus dos veces al día me sirvió de escuela de meteorología, de problemas sociales, de música, de sicología, de aprender a vivir y de tema para conversar con mis recuerdos y compartirlos.
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