LA TENSIÓN DINÁMICA



 En la adolescencia, aprendiendo a afeitarme, caí bajo el dominio del espejo, de la propia imagen. Habiendo sido muy consentido por mi condición de huérfano de padre desde la cuna llegué a pensar que era lindo, como me lo repetían mis tías.

Al llegar a bachillerato comencé a contrastar mi figura con la de mis compañeros. Casi todos más altos, fuertes, velludos. Llegué a pensar que mis tías me decían mentiras y especialmente mis brazos escuálidos, lampiños, comenzaron a avergonzarme. Solo quería usar camisas de manga larga, no quería usar el uniforme de gimnasia y odiaba la costumbre de hacer fila para todo, me recordaba continuamente mi falta de tamaño. Eran filas por cursos, según altura y yo quedaba siempre en los últimos puestos. Afortunadamente mis tías seguían diciéndome que yo era lindo.

Poco podía hacer, pero aparecieron avisos sobre Charles Atlas, mostrando al alfeñique de 54 kilos que se había convertido en el hombre más perfectamente desarrollado del mundo por su reconocido método de desarrollo corporal, incluso aparecía arrastrando una locomotora; el campeón que con sus ejercicios 15 minutos diarios, hacía hombres nuevos. Un inmigrante italiano que, impresionado por el Hércules exhibido en el museo de Brooklyn, quiso transformarse y entró a un gimnasio. A pesar de su esfuerzo su figura no se parecía en nada a la estatua del museo. Confiando en su instinto creó su propio método de entrenamiento. Ganó peso, musculatura y, lo más importante, confianza en sí mismo. Llegó a ser famoso, a servir de modelo para connotados artistas y hasta le ofrecieron el papel de Tarzán en una película. Vendía un curso que enviaba por correo. Costoso para mí, pero logré convencer a varios amigos y lo compramos en compañía.

Era la Tensión Dinámica, que vendía músculos por correo; el sistema enseñaba a tensionarlos usando otros músculos, a decirle adiós al gimnasio. La idea fuerza era el poder físico primero y la humanidad después. Llegó de New York el milagroso curso. No existían las fotocopiadoras y nos turnábamos el texto y le hacíamos burdas copias a los ejercicios.

Como toda persona muy consentida la disciplina personal no ha sido mi fuerte. Poco aprendí de Charles Atlas, no lo aplicaba. Además, nunca practiqué deporte alguno sino por obligación en el colegio. En esas circunstancias no había tensión dinámica que me sirviera. Seguí igual.

Con los años la ventaja es que poco me importan mi calvicie, mi tamaño, mis escuálidos brazos y, como vivo en Bogotá, siempre los llevo cubiertos. Ya no tengo que hacer filas de acuerdo a la altura, simplemente soy uno más ante las ventanillas del servicio de salud y de Colpensiones.

Siquiera ya no sufro por mi imagen porque mis queridas tías ya se murieron.

 

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