MATRACULIADA



 Esta foto que me envió mi amigo Hernando Salazar Patiño, cazador de recuerdos, el faro cultural de Manizales que hace poco fue derribado por las olas de la vida, fue la primera puntada para un tapiz de recuerdos que quiero compartir con ustedes. Hace muchos años él fue quien corrigió, ácidamente, mis primeros escritos. Un grato recuerdo.

 

Terminé primaria en el Colegio Nuestra Señora. Entrar a San Luis Gonzaga, regentado por la Compañía de Jesús, fue un gran cambio. El ambiente escolar era diferente, la relación con los profesores era directa y amable. Me sentía contento a pesar de la misa diaria a las 7 a.m. y el desayuno frío, tomado luego de la eucaristía y llevado en una fiambrera metálica debido a la norma eclesiástica de estricto ayuno 12 horas antes de comulgar que no me permitía hacerlo en la casa y caliente. Llevaba en la cajita una doble ración de arepas con queso y mantequilla para intercambiar por los llamativos “wafles” de mis amigos, empacados en loncheras plásticas estampadas con figuras de Disney, recién traídas de Miami.

 

Éramos pocos los alumnos y reunían varios cursos en grandes salones. Estas agrupaciones eran llamadas “Divisiones”. Allí estudiábamos, hacíamos tareas para luego pasar a otros recintos, más pequeños, donde tomabamos las clases correspondientes a cada curso. 

 

 

El Colegio tenía amplias instalaciones deportivas y apoyaba a los deportistas. 

Yo animaba y opinaba, pero solo jugaba trompo y bolitas. Me reía del interés del colegio de tener siempre una actitud caballerosa en todo momento, en una época donde los juegos intercolegiados terminaban en verdaderas batallas campales. El rector insistía en que el título verdaderamente importante era el de “Caballeros de la cancha”, y para motivarlos en este ideal se refería a su equipo como “mis príncipes Gonzaga”. En el fondo del corazón yo pensaba que lo básico no era ganar el campeonato ni título alguno. Lo importante era ganar la pelea.

 Los continuos roces con el reglamento eran castigados con “la sombra”: ir al colegio un sábado o un domingo con estricta supervisión y torturas específicas. La favorita era obligarnos a aprender de memoria largos textos de la Urbanidad y buenos modales, de Carreño (escritor venezolano apreciado en esos años), acordes con la falta cometida. Un caso típico ocurrió cuando molesto con un compañero, le dí un gran empujón en la capilla. Para poder salir de la consabida “sombra” recité, sin apoyo escrito, un texto de Carreño sobre el tema. Por años recordé una parte:

El templo es la casa del Señor y por tanto un lugar de oración y recogimiento, donde debemos aparecer siempre circunspectos y respetuosos, con un continente religioso y grave, y contraídos exclusivamente a los oficios que en él se celebren.

Odié a Carreño y siempre me parecieron muy dudosas sus recomendaciones.

Me gustaba jugar trompo y lo hacía bien, era mi refugio y disculpa deportiva. Además, participaba activamente en un brusco juego llamado “matraculiada”. Se iniciaba ante una pequeña cancha con ocho agujeros donde cupiera una pelota de tenis. Cada agujero estaba asignado a un participante. Por orden lanzábamos la pelota y cuando esta caía dos veces sobre el mismo agujero todos gritábamos MATRACULIADA y capturábamos a la víctima, la responsable del sitio. Era puesto en cuclillas contra una pared y los demás participantes le disparábamos, dos veces cada uno, la pelota de tenis buscando golpearlo. Era de honra aguantar el castigo y no denunciarlo ante el Padre Prefecto.

El hermano Ramírez, director de primero de bachillerato y profesor de geografía, creó dos grupos: Roma y Cartago. Yo fui escogido como el general de Cartago y un inteligente compañero era el cónsul de Roma. Me sentí en plenas guerras púnicas, me compré una biografía de Aníbal y entré con enorme entusiasmo en el combate. Era una lucha que iba más allá del salón de clase y se volvió parte de la vida diaria de los contendientes. Los dos bandos se miraban con recelo y llenos de prevenciones. Al igual que el cartaginés, fui derrotado a pesar del esfuerzo y de las insistentes oraciones. El apoyo divino lo tenía el cónsul de Roma, ya que poco después entró al noviciado de los jesuitas. Al final el sentimiento fue de rabia. Me sentía defraudado por San Luis Gonzaga, a quién había dirigido las malogradas plegarias. Una vez más había había sido el perdedor, como en el juego de Matraculiada, y me tocaba aguantar los pelotazos.

 

 

 

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