ABOGADO EN CIERNES

 

 

                                                                                                                  


                                                     

Al terminar sexto de bachillerato no tenía definido qué profesión quería seguir. Años antes había pensado en pertenecer a la Compañía de Jesús y mi tío, Arturo Jaramillo, se opuso a dejarme entrar al seminario sin terminar el bachillerato por no tener aún mi criterio bien formado, y se comprometió a apoyarme si en ese momento insistía. No insistí, y con el tiempo ví regresar a Manizales, como laicos, a la mayoría de los compañeros que habían iniciado su carrera eclesiástica en sus sueños de bachillerato.

Para escoger carrera no tenía nada claro. Solo estaba seguro de no querer ser odontólogo o militar. Sorprendí a una amiga de mi mamá que me preguntó sobre el tema diciéndole que no podía seguir lo que me gustaba, y al preguntarme ella por qué no podía hacerlo, anoté que lo que me gustaba eran la música y el trago.

El colegio hizo un curso sobre orientación profesional y me recomendaron la abogacía por verme capacidades para los temas jurídicos, y al tener la influencia de un muy reconocido abogado tío mío, creí tener definido el futuro, pero sin mayor entusiasmo ni hacer diligencia alguna para asegurarme un cupo en la universidad. Tangencialmente pensé en la Javeriana por el nexo de ser mi colegio y dicha universidad de la Compañía de Jesús.

Pasaron los días y me encontré una tarde con un compañero de estudio que hacía con premura diligencias para ir a Bogotá a inscribirse en la facultad de Derecho de la Javeriana. Me comentó que la urgencia se debía a que al otro día se cerraban las inscripciones y exigían varios documentos más la presentación personal.

Fue la locura. Salí corriendo para mi casa a buscar papeles y la forma de viajar. Solo encontré la tarjeta de identidad y un plegable de promoción del colegio donde estaban las fotos de los bachilleres. Agarré una vieja maleta de cuero de fuelles y correas, empaqué mis cosas en medio del regaño familiar por el evidente descuido y salí a tratar de montarme en un bus de medianoche para llegar a tiempo. Era un largo y aburrido viaje por una carretera peligrosa y destapada. Estuvo lleno de varadas y tropiezos. No alcancé a llegar con tiempo suficiente para entrar donde mi tía Laura, mi refugio tradicional en Bogotá, y llegué directo a la universidad, sucio, cansado, arrastrando la reliquia de maleta y soportando las miradas irónicas y descalificadoras de los demás aspirantes, todos muy limpios y cuidadosamente vestidos, como era de rigor en esa época.

La espera se le hizo larguísima, la “reliquia” cada vez más impresentable, todo me molestaba incluso el propio sudor. La crisis llegó al máximo al presentarme a la ventanilla y no aceptarme los precarios documentos. Alegué que era bachiller de un colegio de jesuitas, que las fotos en el plegable lo confirmaban, que me dieran algún tiempo para completar los papeles. La negativa seguía, además con la imperiosa orden de que me retirara para poder atender a los otros aspirantes que ya estaban protestando. No lo hacía, me agarraba de la ventanilla, y la rechifla subía de tono. Ante el bullicio apareció un sacerdote, para mi desconocido, imponiendo el orden y pidiéndole explicaciones. El curita me escuchó y ordenó que recibieran los insuficientes documentos y dieran un plazo para completarlos. Le di las gracias y aproveché para pedirle información sobre el requisito de una indispensable entrevista personal. Simplemente dijo: “Yo ya se la hice”. Era el todopoderoso padre Gabriel Giraldo, decano de la facultad por muchos años, de tremenda influencia política y social, reconocida autoridad sobre sus importantes exalumnos.

Siempre me sentí extraño en Bogotá.  Me hacían falta el ambiente manizaleño y los mimos familiares. Firmaba todas las cartas con la muletilla: “Luis, el desterrado”. Así era difícil estudiar, era incómodo vivir. Cursaba Derecho en la mañana y Economía en la tarde, y no rendía bien en ninguna de las dos.

Alguna vez salí de las clases de la mañana, me refugié en el bar Nautilus, como queriendo escapar montado en el mítico barco, y me dediqué a copiar la letra del viejo tango Isla de Capri, con un montón de monedas de veinte centavos para activar la victrola, insistiendo en la canción y bañando todo con cerveza. Casi no termino y salí corriendo para las clases de la tarde sumido en la canción y en la nostalgia.

 Me hice atrás en el enorme salón, con la letra del tango en las manos, y me venció el sopor alcohólico; soñaba, doblado sobre la silla, con la isla de Capri. Tuve un terrible despertar: el famoso profesor Copete Lizarralde me arrebató la copia de la canción. Subió al estrado y comenzó con sibilinas frases a destacar lo que, según él, yo había extractado de la clase. Fue una magistral aplicación del arte de la burla. Me preguntaba con sorna de donde había tomado esas ideas. Decía, por ejemplo: “Copia usted aquí: ‘labios de miel que besaron mis labios, ojos de sol que me hicieron soñar’, y preguntaba qué me había hecho pensar tan románticamente en una clase de economía, y así siguió con crueldad parodiando la canción. Fue terrible. Lo único positivo fue que logré rescatar la inoportuna letra y tener claro que tenía que huir de Bogotá y de a los sueños abogadiles.


 

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