EL SALARIO DEL MIEDO

                                                                                   


 

Luego de retirarme de estudiar derecho en Bogotá regresé a Manizales y mi mamá me avisó claramente que no estaba dispuesta a sostener vagos. Habló con Hernán, uno de mis tíos paternos, y me empacó a trabajar en las fincas alquiladas que aquel tenía cerca a Obando, un pueblo liberal del Valle a orillas del río Cauca. Sembraba algodón y maíz. Sobraban trabajo y cariño, la recuperación anímica del frustrado abogado fue inmediata.

Aprendí nuevas cosas, en otro entorno. De agricultura mecanizada, de cultivos diferentes al café tradicional. Para comenzar mi tío me enseñó a manejar un revólver y me ordenó portarlo todo el día. La guerrilla liberal, comandada por Zarpazo (Conrado Salazar) hacía presencia en la zona y presionaba para expulsar a los pocos conservadores, que, como nosotros, aún permanecíamos en la región.  Seguía las orientaciones del MRL (Movimiento Revolucionario Liberal), que parecía ser la “mística” con que justificaba sus actos.  Día tras día la situación se complicaba. Yo veía más pequeño mi revólver y más grandes mis temores.

Aprendí mucho con el contacto directo con los empleados y con el peso de una responsabilidad. También del trabajo de los aserradores que frecuentaban la zona. Herramientas primitivas: hachas, serruchos trozeros y una pita larga que empapaban de azul de metileno para señalar los cortes. Tenían un enorme sentido práctico para lograr su cometido. Trabajaban en parejas, previendo cada paso del proceso que no toleraba errores por la incapacidad física de cambiar la posición del árbol luego de cortado. Este pesaba toneladas y tenía que caer en un punto preciso para permitir trabajarlo y sacar tablones. Todo un arte. Traté de aprender el titánico oficio de cortar tablones con un enorme serrucho. Un trabajo “al alimón”, de pareja, el serrucho en vez del capote torero, con un aserrador arriba del árbol caído y otro en la profunda excavación hecha en la base para poder trabajarlo. Estando en el puesto de arriba, en el primer envión me vine abajo, de cabeza, golpeando al compañero, pero lo que más me dolió fue el amor propio. Insistí, pero no era capaz de seguir la guía del corte y seguía cayéndome. Traté abajo y me ahogaba con el aserrín. Mil estornudos. Me entraba por la nariz, por las orejas, por los ojos y por el cuello de la camisa, produciéndome una terrible piquiña. Una triste ayuda para los aserradores. Aprendí a admirarlos, aún más cuando tuve claro que lo hacían por una radical independencia, para no estar a las órdenes directas de nadie. Huían del hambre y del dominio.

Mi tío Hernán fue invitado a una fiesta a favor de los bomberos de Obando. Dejó que lo acompañara y llevamos al mayordomo para tener alguna protección y conductor sobrio y armado para el regreso. El ambiente era pesado y lo marcaba bien el chistecito clásico de los moradores cuando alguien desprevenido preguntaba: “¿Esto es Obando?”, le contestaban desafiantes: “No señor, esto no es sobando, sino metiendo”.

Hernán se pasó de aguardientes. Llamativo con su especial figura tan diferente de la de los pobladores de la zona: alto, blanco, de ojos claros, comenzó a gritar agarrado a un poste del quiosco principal de la fiesta: “Adentro liberales pa hijueputas… sobrinito, atiéndalos que esta es mi gente”, y los abrazaba sonriente a pesar del huraño y agresivo gesto que tenían. Yo volaba sirviendo mil tragos aquí y allá, muerto de miedo y maravillado de cómo terminaban todos abrazados, comentando de sus tareas y sus afanes. Me parecía terrible que Hernán repitiera a cada rato: “Sobrinito, estos hijueputas liberales son mi gente”. Ya ninguna cantidad de trago me parecía suficiente para calmar el ambiente. Nunca me había sentido tan tenso y cansado. Por fin logré arrastrar a mi tío, con la ayuda del mayordomo, hasta el Toyota y salir para la finca. Esa noche me derrumbé en la cama.

Otra noche, solo en la casa, comenzando el amanecer sentí pasos de botas en el patio de la finca junto a la puerta, y una fuerte voz que pedía abrirla. Sentí la muerte cerca, la inutilidad de mi revólver y la imposibilidad de escaparme. Abrí la puerta y encontré, para calmar la angustia, una patrulla del Ejército. Arrastraban un cadáver mutilado y solicitaban reconocerlo. Lo habían desamarrado del quiebrapatas de la entrada a la finca, castrado, con sus testículos en la boca cosida con cabuya. No pude identificarlo, pero el teniente insistió en que era un mensaje para nosotros y debíamos protegernos. Había llegado el zarpazo de Zarpazo, el bandolero liberal, quién arribó para arañarnos el alma.

A los pocos días, muy cerca al otro lado de la carretera principal comenzando la montaña, Zarpazo asesinó a un cultivador vecino que hacía gala de ser militar retirado, veterano de la guerra de Corea, de vivir armado y de no tenerle miedo a las amenazas. Le cobró sus palabras y, como mensaje para que guardáramos silencio, le hizo el “corte de corbata” sacándole la lengua por un tajo de machete en su garganta. Allí también cayeron su mayordomo y otro trabajador, picados en pequeños trozos con un pesado machete llamado rula. “Picados para tamal”, como le gustaba a Zarpazo dejarnos a los godos.

Yo estaba de ronda en la finca e imprudentemente fui a ver lo que había sucedido. La impresión fue espantosa. Veía a las esposas y a los hijos de los campesinos estremecidos junto a los cadáveres. Compartir ese dolor con las conocidas familias de las víctimas me dejó sin palabras y sin lágrimas. Desde mi caballo alcancé a ver a la columna de Zarpazo pasando el filo de la colina cercana. Me sentí perdido.

  Esa noche nos fuimos a vivir a Cartago y a buscar protección del Ejército. La vida se transformó en una pesadilla y el manejo de los cultivos muy complicado. Afortunadamente faltaba poco tiempo para recoger las cosechas y mal que bien el trabajo pudo hacerse.

Pasó la cosecha y mi tío llegó al cultivo, contento y agradecido. Me forzó a aceptar una buena suma de dinero en efectivo y, ante los reclamos por lo excesiva,  me repetía: “sobrinito, es el salario del miedo”.

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