JUGANDO DE LOCAL



 Aprovechando unas breves vacaciones, un amigo y yo disfrutábamos de La Arabia, finca de la familia cercana a Manizales. Después de almorzar y de reposar un rato galopábamos felices hacia la fonda vecina del Alto de Lisboa: era una casa vieja junto a la carretera, con baranda con macanas donde amarrar las bestias y un amplio parqueadero.

Nos habíamos hecho amigos en Bogotá por ser manizaleños, por estar estudiando derecho allí y por haber tenido que enfrentar a Guillermo. Un abogado boyacense que había abusado de la confianza de otros paisanos, que lo habían acogido en su apartamento para ayudarlo, y al poco tiempo logró desalojarlos cambiándole las guardas a la chapa de la entrada y reteniéndoles sus cosas. El caso llegó a la baranda de la estación de policía. Allí, con el apoyo de estudiantes de los últimos semestres, le dimos la pelea y se la ganamos. Tuvo que salir con el rabo entre las patas y una mirada de ira para quienes lo habíamos derrotado.

Al galopar hacia la fonda, recordaba que de niño la visitaba ilusionado por la vitrina de angeo donde Don Manuel protegía comestibles sencillos: panderos, colaciones, los famosos liberales envueltos en papel rojo, pandequesos, tirados, postreras con cucas, salchichones, chicharrones crocantes y chorizos con arepa.  Ahora, muchos años después, la visitaba con la ilusión de unas cervezas y de poder darle una miradita a la atractiva hija de Don Manuel: Nancy. Ella era el centro de atención en la vereda por el porte sugerente que bien manejaba. Se sabía deseada y eso le daba cierto dominio sobre los habituales y recalentados visitantes. Se libraba de ellos tan fácilmente que la llamaban La Volqueta, y para lograr tiempo para cortejarla, la invitaban a dos aguardientes, conseguían músicos y la ponían a cantar. Decían que La Volqueta arrancaba dándole dos tragos y sólo quería parar cuando se acababa la botella. Ellos aprovechaban bien ese recorrido etílico.

Al apearme oí el saludo de don Manuel detrás de su viejo mostrador: “Quiubo Don Luis… ¡Bienvenidos! ¿Qué se quieren tomar?”. Ante el calor del final de esa tarde sabatina pedimos cerveza. Amablemente nos la sirvió en el mismo mostrador. Al comenzar a refrescarnos y mirar alrededor para escoger una mesa, encontré en una de ellas caras conocidas de trabajadores de la familia. Nos ofrecieron su compañía y a mí me acogieron con el sencillo afecto de quienes me habían servido desde niño y no me consideraban un extraño. Siguieron con su charla llena de chismes locales, exageraciones, comentarios sobre la cosecha y preguntas sobre mi mamá y mis estudios. A pesar de que la hija de Don Manuel no estaba en el radar, yo me sentía feliz.

Continuamos pidiendo cerveza y de pronto sentimos la violenta frenada de una camioneta lujosa al frente de la fonda. Se bajaron sus cuatro ocupantes, ya pasados de tragos, cerraron ruidosamente las puertas del vehículo y entraron a la fonda bruscamente sintiéndose los dueños del lugar y con ganas de demostrarlo. Nos revisaron con ojos agresivos y tomaron posesión de una de las mesas. Al poco tiempo la tenían llena de aguardiente, repleta con colillas de cigarrillo y salivazos en el piso.

El ambiente dejó de ser el mismo: se tornó tenso e incómodo. Yo sentía que me miraban fijamente e intuía que hablaban sobre mí. Comencé a sentirme fastidiado. De repente uno de ellos, con cara congestionada por la ira se levantó y comenzó a insultarme. En ese momento lo reconocí a pesar de su recién estrenado disfraz de calentano. Era Guillermo, el abogado de clima frío, que me gritaba que si yo creía que iba a volver a joderlo como en Bogotá no me dejaría hacerlo; que yo ya no tenía un policía al lado para defenderme. 

Sin miedo le contesté que, qué hacía por estos lares el doctorcito, y que si yo quería lo volvía a joder ahí mismo, pues jugaba de local.

Él tiró lejos su asiento y arriándome la madre se abalanzó para pegarme. Grave error. Los campesinos se le atravesaron, lo golpearon tirándolo al piso y alguno de ellos se le paró encima. Noté que sacaban de las adornadas fundas sus peinillas para humillarlo más dándole planazos (dolorosos latigazos con la parte plana). Tuve que imponerme para que lo dejaran ir y no lo machacaran.

Acobardado y tembloroso lo recogieron sus amigos, corrieron a su camioneta y salieron en estampida. Creo no pararon hasta llegar a Bogotá.

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