MI SARGENTO "BOQUEMINA"
Al inicio de mi quinto de bachillerato, los jesuitas no me recibieron. Mi mamá movió
cielo y tierra y logró matricularme en el Colegio de Cristo de los Hermanos Maristas.
Mi nuevo colegio me pareció una física cárcel, un edificio blindado de puertas escasas que casi nunca se abrían. El rígido rector era llamado “el sargento Boquemina”, porque al hablar dejaba ver las numerosas incrustaciones de oro de su dentadura, refulgían. Su oficina se ubicaba junto a la única puerta accesible para los alumnos, donde se transformaba en un terrible guardián que los obligaba a hacer fila a la entrada para una ceremonia militar, con banderas incluidas y control total de los reclutas.
Me sorprendía la entrega del revólver que diariamente le hacía al rector uno de mis compañeros, que temía por su vida a causa de las luchas políticas que se daban en su pueblo de origen. Al salir del colegio el revolver le era devuelto y yo lo acompañaba durante un buen tramo, para disfrutar un cierto aire de peligro que rompía la rutina.
Una mañana, al salir para el colegio, Manizales brillaba con el sol y el magnífico espectáculo que ofrecían todos los picos tutelares despejados y relucientes por una tremenda nevada. Algo imperdible. Obedecí el mandato de la naturaleza y me tendí al sol en el parque Fundadores, cercano al colegio, dedicandome a disfrutar el paisaje en vez de entrar a “la cárcel”. Poco me duró el gusto. A la espalda sentí un conocido carraspeo autoritario, miro hacia atrás y el paisaje nevado se trasformó en un “Boquemina” vociferante. Regañado y cabizbajo me tocó entrar a la que sentía como una prisión.
El director de cada grupo dictaba casi todas las materias. En algunas de ellas aún utilizaba textos en los que había estudiado mi mamá. Uno de los hermanos, profesor de filosofía, utilizaba una “chasca”, una especie de trompo de madera que se golpeaba con un palito sujetado con cauchos para hacer un ruido seco y así pedir silencio; el obsoleto instrumento y los sistemas didácticos me hacían sentir en la Colonia.
Entre mis condiscípulos había uno de familia boyacense, de apellido Pachón, que sufrió desde siempre rechazo y envidia: su familia era bastante rica. En las zonas frías del departamento de Caldas ya era notoria la presencia de una colonia boyacense, sencilla, trabajadora y conocedora del cultivo de la papa. Muchos habían llegado expulsados por la violencia en su región al comienzo del régimen liberal de 1930. Valorizaron esas tierras y sus bolsillos, pero los exitosos no eran bien vistos por la clase alta manizaleña. A Pachón lo mantenían arrinconado y todo lo malo se lo imputaban: “¿Quién botó el balón?”, y el curso repetía: “Pachón, Pachón”. Pero a la salida del colegio por la tarde, los envidiosos pasaban a que dicha familia los atendiera en su excelente edificio cercano al colegio y a jugar billar gratis.
Yo tenía una perra pastor collie llamada Katia, que en el patio de atrás de mi casa, tuvo la primera cita de amor con un magnífico perro de los Pachón. Al can le quedó gustando y al otro día se escapó, entró a mi casa, y en plena sala, donde las tías recibían una visita, el perro le repitió la dosis a Katia, ante el horror de tías y visitantes. Pensaron que todo lo que tenía que ver con los Pachón era terrible.
Dos de mis nuevos compañeros de gran tamaño y ánimo burlón, buscaban reírse de mi baja estatura. Al caminar por la carrera 23 (la calle real) se ubicaban uno a cada lado y cuando estábamos para cruzarnos con algunas niñas conocidas me agarraban del antebrazo, me subían hasta su altura y decían en voz alta: “a saludar enano”, y yo, entre la rabia y la sensación de ridiculez que me causaba tener los pies en el aire, no lograba hacerlo.
Terminé quinto año de bachillerato en ese colegio. En el fondo estoy agradecido con mi sargento pero solo me acuerdo de él cuando visito al dentista.
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