TERMINANDO BACHILLERATO



 

 Pasó el quinto de bachillerato y regresé contento al que sentía como mi colegio: el San Luis Gonzaga. Quería graduarme allí. No fue fácil que me recibieran, pero luché para lograrlo y lo conseguí.

En Manizales el ambiente social estaba teñido con aguardiente casi sin control alguno. No se concebía nada sin él. Religiosamente muchos del curso nos reuníamos los viernes en el bar que llamábamos Casa de Vidrio, para las libaciones de rigor.

 Las tertulias musicales de mi casa no eran la excepción. Llegaban multifacéticos personajes, casi todos por fuera de una estricta ortodoxia. Los unía la música y eso era lo importante. Un primo materno, apenas llegado a la reunión, se servía cuatro tragos en hilera y comenzaba a tomar, iniciando por el último y alegando: “Es que el primero sabe muy maluco”. Surgían duetos improvisados y nuevos artistas, casi todos buenos y algunos extraordinarios.

Con mis amigos buscaba determinada mesa, algo oculta, en el café favorito, El Polo. Para nosotros era un espacio de sociabilidad donde podíamos convertir un sitio público en un lugar privado, en el que conscientemente nos sentábamos a disfrutar la vida y ver pasar la gente. Con cierta malicia hacían lo posible para ser atendidos por una especial coperita, apodada “la silla eléctrica” por habérsele muerto un viejito encima tratando de culminar ciertos ajetreos clandestinos. Era un ambiente lleno de buenos apuntes, coplas oportunas, sandeces y ácidos comentarios y nos ampliaba el mundo usualmente permitido.

Un día les conté que acababa de visitar a una atractiva niña que había conocido en un paseo del Banco de Colombia y me había gustado. Se llamaba Luz Dary. Algún cáustico personaje de la mesa opinó que no conocía a ninguna Luz Dary que no fuera puta. Me faltó valor civil para seguir visitándola.

Grandes temas de esas tertulias fueron el matrimonio católico de la dueña de la mejor casa de citas de Manizales con un joven empresario de bares, y la inauguración del grill Tico Tico, propiedad de ambos, montado en la zona roja, con un gran escenario para bailar o ver bailar tango a reconocidos “malevos” que frecuentaban la zona de tolerancia. Se vivía el tango.

Nos quejábamos de no haber sido invitados al matrimonio y de tener que pagar por asistir a la inauguración del grill. Esta se inició con un desfile muy especial donde se lucían varios manizaleños distinguidos del brazo de preciosas odaliscas especialmente vestidas para la ocasión. Ellos competían por ser acompañados por la más deseable y bella de la fiesta, y ellas por su ropaje y la capacidad económica de su parejo. Los cuentos y exageraciones sobre estos eventos sociales duraron semanas. Las lánguidas noticias locales no daban para cambiar el tema.

Nos gustaba invitar a Gallineto, un especial y conocido pintor de brocha gorda de la ciudad, a tomarse unos tragos en el café El Polo. Contaba durante horas sus graciosas anécdotas, como aquella vez que lo encargaron de pintar el interior del Palacio Arzobispal y se toparon, él y su cuadrilla, con los toneles de vino de consagrar, los asaltaron, disfrutando felices de ellos y armaron una corrida de toros en el patio principal. El asistente de Gallineto era el cornúpeta, abundaban los olés, solo faltaban los pasodobles. En el momento culminante de la faena, Gallineto empuñó el estoque de palo de escoba, se perfiló a matar y de repente, desapareció el toro. Había salido huyendo ante la imponente presencia del señor arzobispo en el segundo piso.

Cierto día al atardecer yo caminaba con Gallineto por la calle real. Este llevaba su escalera al hombro, el balde con el palustre y el hisopo, y vimos a un estudiante universitario costeño, de los muchos que llegaban a la ciudad, intentando manosear el forrado trasero de una joven que pasaba; Gallineto se enfureció, arrojó sus trebejos y lo encendió a golpes, terribles golpes de fornido obrero, y le gritaba a todo pulmón: “Pedíselo, pero no se lo toqués, hijueputa”. Para mí éste siempre fue el caricaturesco ejemplo del choque de dos maneras regionales de tratar de alcanzar el mismo objetivo.

Las ya mencionadas reuniones etílicas con mis amigos, poco tenían de culturales. Ocasionalmente, ya pasado de copas yo comenzaba a recitar poesías de Jorge Robledo Ortiz. Ponía mi asiento al frente, agarraba su espaldar con las dos manos y con cara solemne declamaba:

Hubo una Antioquia grande y altanera,
Un pueblo de hombres libres.
Una raza que odiaba las cadenas…

Cuando llegaba al verso “Siquiera se murieron los abuelos sin sospechar del vergonzoso eclipse”, todos nos mirábamos apesadumbrados, melancólicos, como antesala para aplicarnos un aguardiente doble. Al pretender continuar con las manoseadas “poesías para declamar”, como Reír llorando o El duelo del mayoral, la protesta era unánime y tenía que callarme. Hasta ahí llegaba el ánimo cultural y la paciencia de mi auditorio.

Todos éramos orgullosos de nuestras raices paisas, creíamos en los mitos y verdades de la colonización antioqueña, apegados a las fincas familiares, sin mayor visión de mundo. Yo me burlaba de alguno de ellos, montañero cerril, que, en un delirio alcohólico tomando aguardiente en la plaza de Bolívar con el fondo imponente de la catedral, se puso a sollozar diciéndome: “Luis: ¿Por qué no harían las ciudades en el campo?”. 

En el fondo llegué a pensar que todos los contertulios, en el subconsciente, nos hacíamos esta pregunta, que mostraba temor ante lo nuevo y un profundo atavismo.

 

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