Aparecen los Toros.


                                                                                  
 

Comenzando mi juventud busqué vivir intensamente el más importante evento anual de Manizales, las ferias taurinas, en las cuales la devoción a todo lo español supera la tradicional veneración a la Virgen del Carmen.

Muchas familias, algunas con real sacrificio como la mía, pagaban cumplidamente y durante todo el año, mes por mes, su derecho a un abono para la temporada. Además, participaban en las tertulias de las peñas taurinas para mejor entender los toros y el arte de su lidia, y releían las excelentes y gratuitas cartillas sobre el tema, publicadas por el municipio en un esfuerzo educativo que logró formar una cultura taurina en Manizales. Las ferias locales eran una herencia de las fiestas de abril de Sevilla, un renacer de ibéricas raíces, razón por la cual algunos lugareños se equiparaban con los andaluces. Las otras raíces poco contaban.

Para la cultura local todo suceso importante debía tener un sesgo religioso, arroparse en el manto de la Virgen María. La feria taurina comenzaba oficialmente con una preciosa procesión nocturna de la Virgen de la Macarena, llena de flores, mantillas y símbolos españoles. La presidía el arzobispo y asistían los toreros con sus cuadrillas. Yo disfrutaba en la oscuridad, el brillo de los trajes cargados de lentejuelas, soñaba con las manolas locales, vibraba con el ambiente y los emblemas peninsulares. Al frente del evento estaba un español, fraile agustino de alma torera y tremendo ánimo, capellán de la plaza taurina. Una vez, caminando por una calle importante, acompañado de otro monje y vistiendo sus largos y oscuros hábitos tradicionales de gran capucha, pasó al lado de un café y alguien, posando de anticlerical, le gritó desde su mesa: “Ahí van un par de gallinazos”, haciendo reír a sus contertulios. La fulminante respuesta fue: “Somos pocos para tanta carroña”.

Con mis amigos logramos ser aceptados para servir de acomodadores a los asistentes a las corridas. El pago, magnífico, era verlas en puestos privilegiados y poder recorrer los entresijos de la plaza. Mirábamos los toriles, las pesebreras de los caballos, los corrales, hablábamos con las cuadrillas y nos metíamos en todo. Vivíamos a fondo la fiesta brava, y así nos dábamos ínfulas en las reuniones con las amigas.

La plaza se dividía entre los tendidos de sol ,populares, y de sombra ,donde se pagaban costosas boletas. En la tarde realmente se notaba la diferencia. Mientras los apasionados aficionados de sol se tostaban, bebían y gozaban ruidosamente, en sombra la mayoría cuidaba su piel blanca y mostraba pulidos modales. Los acomodadores preferíamos trabajar en los tendidos de sol. Entrabamos fácilmente en comunidad, nos pasaban todas las “botas” con potentes brebajes y el trago les salía gratis. Nos tocaban grupos especiales, con ritos y símbolos curiosos: manolas con capotes de paseo, banderilleros con capotes de faena, sombreros cordobeses, toreros con trajes de luces, monteras de segunda mano y castañuelas. Lo asistentes con sus arreos taurinos, armaban apretados “paseíllos” al entrar a ocupar sus puestos. Una variada parafernalia taurina. Algunos contaban con potentes binóculos para ver mejor alguna parte de la faena y para tratar de mirar detalles íntimos de las preciosas niñas de sombra, la mayoría de falda, a las cuales les quedaba difícil permanecer correctamente sentadas. Los llamaban “el televisor de los pobres” por la diversidad de programas que podían ofrecer y el alto costo de los televisores comerciales que, para muchos, eran incomparables.

Una faena finalizaba con el “puntillazo”, tremendo chuzón dado con una puñaleta, llamada puntilla, al toro ya caído. El oficio del “puntillero” es hundir la puñaleta en la cerviz en busca del bulbo raquídeo, tratando de acertar para fulminar al animal. Una vez, en una corrida tediosa, el puntillero estaba inseguro y en vez de acabar de matar, revivía a los toros agonizantes. Nuestro grupo de acomodadores, ya pasados de tragos, protestaba ruidosamente y le gritaba: “Leonisa, Leonisa, vos parás a todos los caídos”. Al terminar la corrida bajaron al callejón para salir fácilmente de la plaza, y el enfurecido puntillero salió de la nada blandiendo su puñaleta y amenazando ejercer su sanguinaria ocupación con nosotros, pero fue oportunamente sujetado por sus compañeros de cuadrilla.

El remate de corrida se llevaba a cabo en el café El Polo, el más importante de la ciudad, adornado con los afiches de los toreros de la temporada. Nuestro grupo de amigos apostaba sobre el número de matadores que llevaban el pipí al lado derecho o izquierdo de la apretada taleguilla. Hubo incluso discusiones acerca de si llevarlo a un lado o a otro significaba determinada apetencia sexual. La tauromaquia alcohólica, la embriaguez a la española, daba para todo.

 

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