ENTRE BORDADORAS

 

 

 

 

Mi mamá no necesitaba apellidos en Manizales. Era una real institución, con posiciones y comportamientos muy propios e independientes, que muchas veces chocaban con los criterios del mundo godo que la envolvía: de pocos rezos, muchas canciones y bordados, algunos aguardientes y una apertura social total, lo que resultaba extraño para su medio y su calidad de viuda. En esa época ellas, las viudas, lo único que podían hacer era rezar, tejer y cuidar a sus hijos.

Pastorita nos dijeron a los dos. Comenzaron a llamarme así en el bachillerato. A mi mamá, Pastora Jaramillo, todos la querían por su manera de ser espontánea, amable, y le decían Pastorita por cariño y por ser diminuta. En mi colegio se volvió popular porque en su carro, un De Soto azul modelo 53, pretendía cargar con mil alumnos cuando iba a recogerme. Los montaba hasta en el baúl. Una locura. No me acuerdo si mi apodo en sus inicios me molestaba. Pienso que mi admiración por mi mamá me ayudó a aceptarlo. Tuve que salir de Manizales para ser algo más que el hijo de Pastorita Jaramillo.

No tuve la influencia directa de mi papá. Lo perdí a los cuatro meses de nacido. Aterricé en la casa de mi abuela repleta de mujeres: solteronas, viudas, casadas y refugiadas allí en los malos momentos de sus matrimonios, además de un solo tío solterón, Arturo, quien nos ayudó en todo sentido y vino a ser la imagen masculina para mí. Sin esa referencia, el contexto familiar, marcadamente femenino, me hubiera avasallado.

Era un hogar de bordadoras donde se hablaba del punto de cruz, de dos derechos y tres izquierdos, de cadeneta, de cordoncillos, de tamboras y tejidos, de ajuares para recién nacidos, de bordar y marcar ropa de cama para los recién casados. Mis primeros carritos fueron fabricados con las carretas de madera del hilo que utilizaban. Les hacía muescas en los extremos para que tuvieran tracción; y con un caucho y una velita de sebo como motor eran formidables. En el colegio fueron la atracción; tenía varios modelos, me salían gratis y fácilmente los regalaba para tener con quién competir. Había otros carros:  costosos, metálicos, de pilas y modernos, pero sus dueños no los prestaban. Yo organizaba competencias y disfrutaba de mis sencillas artesanías.

Aprendí a admirar las labores del tejido. Los hermosos guantes hechos en cinco agujas, sin costura alguna, que llegaban más arriba del codo, como para artistas de cine.  Admiraba ver marcar pañuelos, en preciosas miniaturas, con el pelo de las novias y el nombre de sus tenorios, además de los ajuares de bautizo llenos de bordados. Me deslumbraba verlas hacer encajes delicados con la técnica del tresbolillo: un cojín con mil alfileres estratégicamente clavados y mil hilos cada uno rematado en un pequeño bolillo de madera y unos dedos ágiles que los trenzaban con un ritmo de bambuco al tocarse sus maderas. Aprendí a diferenciar los tejidos de las hermosas carpetas, manteles y adornos que hacían por encargo: el crochet, del macramé, del frivolité y del Richelieu…un universo.

Mis tías y mi mamá eran para mí unas hadas maravillosas capaces de lograr belleza y elegancia con materiales sencillos y su gran habilidad. Mi visión infantil del mundo tuvo un toque femenino que agradezco. Soy capaz de fijarme en los detalles.

 

 

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