MARCO INSPIRABA TEMOR


  

Marco era un campesino demasiado elemental, pero siempre fiel a mi tío Hernán aún en condiciones de peligro. Lo contrató por muchos años en sus fincas.

De niño yo le tenía miedo. Miedo nacido de su cara hosca, de su innecesaria brusquedad, del maltrato a su familia y a los animales, del pavoneo por sus excesos y de su machismo. Pienso que la razón para contratarlo era poder contar en la finca con su esposa Teresa, una mujer sencilla, servicial y estoica a quién él humillaba continuamente. Tuvieron un hijo que creció tímido, apocado, temeroso, avasallado por su papá. Parecía tener retraso mental y lo que tenía era violencia doméstica. 

Teresa soportaba a su esposo como un deber religioso, ella quería llegar al cielo. En las fincas era una perfecta ama de casa que cuidaba con cariño a mi tío. Fuera de sufrir a Marco, sufría de un tremendo coto que de niños nos sorprendía y, cruelmente, pedíamos que nos mostrara su cuello, donde parecia se le hubiera atragrantado un aguacate. 

Los primeros recuerdos infantiles pueden estar influidos por el recelo que me inspiraba. Estaba siempre cerca a la casa, alerta, cuidando, útil en pequeños oficios, acompañando a los niños en sus primeras experiencias de montar a caballo y en sus excursiones infantiles. Cumplía órdenes, pero no dejaba de matizarlas con su rudeza. Marco me molestaba porque yo usaba calzoncillos y él afirmaba que para los hombres de verdad era una prenda innecesaria. Después de muchos años, alguna prima me confesó que nunca volvió a montar a caballo con él, en el anca, desde que percibió que la tocaba más de lo indispensable para cuidarla. Ante el reclamo, adujo que solo estaba cerciorándose de su comodidad evitando que se tallara.

Pasó el tiempo y volví a encontrármelo en el Valle del Cauca. Marco seguía trabajando con Hernán y conservaba toda su tosquedad. Ya no le tenía miedo y pensaba que era útil su temperamento, su fidelidad, en la difícil situación de violencia que se vivía en la zona. Vinieron los roces con Marco por reclamos ante su tradicional rudeza en todas las circunstancias: atraparon un par de armadillos, animales comestibles, y él se ofreció a guardarlos hasta que llegaran a la olla. Los amarró de sus manitas y casi se las troza. El costal en que los llevaba sudaba sangre. Ante mi regaño, me dio una respuesta que bien lo definía: “no es a mí a quien le duele.”

Siempre me intrigó su manera de ser. Suponía una infancia triste, posibles recuerdos violentos que arrastraban remordimientos tenaces. Quería saber de su vida, pero su talante siempre prevenido, como si temiera que alguien le pudiese cobrar sus desatinos, ahogaba cualquier intento de diálogo. Su malencarado silencio, solo interrumpido por maldiciones, no hacía amable el acercársele. Los que lo conocían evadían hablar sobre su pasado como si temieran mencionarlo.

Llegó su jubilación; su vida en Manizales, en una casa lote de la periferia donde se dedicó a engordar cerdos y a estorbar a los vecinos. Fue aquí donde la muerte con su guadaña afilada,  terminó por cobrarle el sobregiro de agresiones a otros. Uno cualquiera de su largo prontuario, tomó venganza y Marco cayó asesinado a varillazos en su porqueriza. Los cerdos le pasaban por encima.

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