SEMANA MAYOR



Preferí este título al de Semana Santa. Yo he pasado muchas Semanas Mayores y pocas semanas santas.

Desde mi primera infancia viví en la casa de mi abuela materna. Un ambiente liberal de muchas caras. Todas respetuosas del marco religioso que las envolvía, pero expresando con libertad sus formas de sentir y vivir la vida. No se dejaban enjaular.

El rey era mi tío Arturo, tantas veces mencionado por mí. Cada vez lo siento como alguien muy especial, como un maestro innato que llenaba de alegría sus lecciones. En el desayuno nos enseñaba, a mi hermana Berta y a mí, a conocer el mapa de Colombia construyéndolo a mordiscos, en la gran arepa antioqueña que siempre nos acompañaba. No se me olvidan ni él, ni el mapa.

Saboteaba el rosario diario de mi abuela entrando de improviso con una fanfarria de circo con su armónica (para pan pan pan pan pan), arriesgándose a los pellizcos de la nana. Cuando estábamos en Aguadas, la tierra natal de los Jaramillo, en la Semana Santa, resaltaba aspectos poco apostólicos de las ceremonias: las peleas por el sitio en la iglesia y por la prioridad otorgada por el párroco a los hermosos balcones de la plaza del pueblo para las ceremonias litúrgicas. Donde los Salazar mandaba poner la Virgen, donde los Estradas, fundadores del pueblo, la Sagrada Eucaristía, donde los Duque, a San José, y donde los Benítez Jaramillo, mis primos, a Judas, un asunto de nunca acabar.

Para mí eran unas vacaciones maravillosas. Muchas ceremonias religiosas eran pequeñas obras de teatro bien preparadas que yo disfrutaba y me reía con los infaltables errores de los improvisados actores.  En Aguadas me consentían y me llevaban y traían con el trillado cuento de haber perdido, muy niño, a mi padre. Nada me era prohibido y llegué como Fernando González, el ácido escritor antioqueño, a levantarle la túnica a los santos y sorprenderme con sus cuerpos de madera. Casi fracasa mi fe.

Para todo me apuntaba. Estaba en las procesiones, en parte de las largas ceremonias y solo me asustaba cuando llegábamos al cementerio, una terrible necrópolis vieja, llena de ataúdes y osamentas a la vista. Yo no quería mirarlas, de pronto eran las de alguna abuela mía.

En Manizales, esta Semana Mayor se diluía. En Aguadas, invadía todos los espacios sin respetar intimidad alguna. Vivimos por muchos años en el Parque Caldas en Manizales y las ceremonias en La Inmaculada, la Iglesia en medio del parque, de alguna forma las vivíamos. La funeraria La Equitativa, social y deportiva como se anunciaba, engalanaba las ceremonias fúnebres del entierro de Cristo y  Don Aparicio Díaz Cabal, su propietario, se atrevía a poner  precarios versos suyo a los pies del Señor.

Mi tío Arturo y mi mamá, por sus dotes musicales, eran perseguidos para animar las ceremonias. Casi no lo hacían. La excepción era con la iglesia de los agustinos, que celebraban las ceremonias a la española, donde la música no era un ruido de fondo sino la bella expresión de un sentimiento religioso. Largas procesiones, con lindas imágenes, transportando un armonio tocado por el profesor Suarez, del Conservatorio Musical de Manizales, acompañado por un coro de sus alumnos. Cualquier ateo se estremecía.

Me gustaba, en mi adolescencia, la visita a los Monumentos de los Jueves Santos en compañía de mí mamá. Eran montajes especiales, colocados en algunas iglesias, para destacar la Sagrada Eucaristía y adorarla. Se tenían que visitar cinco. A varios de ellos daba gusto mirarlos por su belleza. Pero en todos siempre había jovencitas, elegantemente vestidas, en actitudes devotas que me permitían admirarlas. Eran lindas Madonas, no venidas de Italia, sino de nuestra colonización antioqueña, de pulidas facciones y bellos ojos.

En la Catedral brillaban los oradores sagrados, de corte grecocaldense y gran impacto, que bien podrían competir con los afamados oradores políticos de su tiempo. En el cementerio San Esteban celebraban, con gran rigor, la ceremonia de las Siete Palabras. Me obligaban a asistir, triste, con frío, aburrido y recostado en la tumba de mi papá. No entendía nada, sin recuerdo alguno de él, por haber sido muy tempranamente borrado de mi vida por un cáncer. Solo las caricias de mi mamá me animaban para soportar la fúnebre ceremonia. No eran siete palabras, ¡eran siete mil!

Pasaron los años y en la reciente Semana Santa pude participar en todas las ceremonias religiosas, porque se celebraron en la plazoleta inmediata a mi casa, junto a mi cuarto. Instalaron una carpa bien montada, acogedora, con la gran ventaja de que, si me hubiese desplomado de la cama, caigo en “tierra santa” y facilito mi entierro.

 

 

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