CON LA POLICÍA MONTADA
Para cualquier manizaleño de edad madura la procesión por excelencia era la del Sagrado Corazón de Jesús. De obligada asistencia para los estudiantes de primaria y bachillerato. Servía de punto de encuentro de los dos grandes poderes que enmarcaban el orden del espacio vital: el tradicional de la Iglesia Católica y el militar, recién llegado a un primer plano por el golpe de estado del General Rojas Pinilla.
La jerarquía eclesiástica relucía en los ritos religiosos, en las largas procesiones: marchas místicas que, a paso lento y llenas de imágenes sagradas, símbolos y rezos devoraban las calles y la atención de los habitantes. La más significativa era la del Sagrado Corazón que congregaba seminaristas, estudiantes de colegio, delegaciones coloridas provenientes de otros municipios con bandas de guerra de uniformes circenses, militares, policías y muchos fieles con real devoción, unidos a otros a los que sólo les importaba el espectáculo. Muchos altavoces gritaban la cacofonía de música ,cantos con rezos colectivos y comentarios sobre las delegaciones y comunidades que pasaban frente a los micrófonos.
Comenzaba con el paso de una carroza llena de festones y flores, portando la imagen del Sagrado Corazón, luego las multicolores delegaciones municipales, con muchas personas, algunas elegantes, otras luchando con sus limitaciones económicas para mostrarse dignas del desfile. Atronaban las distintas bandas de música tratando de marcar el paso a los destacamentos de policía, colegios y a todos los asistentes que construían un gran panal de paraguas, todos negros, que ante cualquier amago de lluvia o presencia del sol se abrían ensombreciendo el espectáculo. Debajo se apachurraban los elegantes sombreros de flores de las señoras, quienes se apiñaban protegiendo a sus hijos, tratando de seguir rezando y de no perder la compostura en el descomunal caos causado por los cambios del clima.
Un famoso párroco de la catedral amenazaba a las beatas con mandarles a la policía para lograr algo de orden. Yo, imitando las transmisiones radiales del suceso, repetía burlonamente: “pasan, en hermosa formación, las jóvenes del colegio de la Presentación con la policía montada”. Lo decía sin respeto, olvidando mi niñez de acólito, de portador de incienso con arrebatos místicos como un obispo en ciernes, cuando colaboraba piadosamente con las ceremonias religiosas.
La casta militar aprovechaba el momento para mostrar el mutuo apoyo con la jerarquía eclesiástica y aparecía en el lugar más importante luego del asignado al Sagrado Corazón y al señor arzobispo. Brillaban sus altos comandantes tachonados de medallas, insignias, charreteras, estrellas y galones afirmando su poder, representando bien la frase: Dios en el cielo y nosotros en la tierra.
Yo desfilaba impaciente, cansado, obligado. No podía disfrutar cabalmente del espectáculo por estar en medio de largas, apretadas filas y mi baja estatura. Era una monumental obra de teatro arropada con algo de piedad. Servía para dar un sentido de unidad departamental y religiosa.
Este tormento de horas de espera entre el enjambre ordenado de feligreses, ambientado a los gritos por sermones y discursos que nunca recordaría, traía para mí un solo premio; dos centímetros de pantorrilla, lo único que regalaba a mis ojos, la castidad de las niñas de la Presentación, embutidas en un uniforme que no era ni religioso ni militar , solo egoísta.
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