VIVIENDO LA DICTADURA
Los militares llegaron al poder en 1953, creando expectativas de paz y orden. Varias de las guerrillas liberales creyeron en el publicitado binomio “pueblo-fuerzas armadas” e iniciaron su reintegro a la normalidad, lo que resultó trágico para algunos de sus dirigentes, como Guadalupe Salcedo, asesinado por la policía en Bogotá a poco tiempo de rendir sus armas.
Los militares promocionaron el cambio institucional. Se repartieron cientos de afiches que mostraban a una mujer gorda y poco agraciada embutida en un uniforme militar caqui, la capitana del pueblo, María Eugenia, la hija del dictador. Trataban de copiar la glamorosa imagen argentina de Eva Perón, algo imposible por la evidente carencia de porte de la versión local. La hicieron aparecer en obras sociales financiadas por el tesoro nacional, como el servicio nacional de asistencia social Sendas, para fortalecer su presencia como importante soporte de la dictadura. Si María Eugenia hubiese muerto en dicho tiempo, también habrían buscado canonizarla.
La capitana impulsó la combinación de fuerzas armadas y acción social -la llamada Tercera Fuerza-, creada “para dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y llevar consuelo al necesitado; para defender el capital y el trabajo y para hacer que hubiese menos pobres y mejores garantías para las clases trabajadoras”, según anotaba su fundador, el general Rojas Pinilla.
Yo sufrí la propaganda oficial. Alelado por la recién llegada televisión, vi mil veces su pantallazo de inicio (en el único canal posible y manejado por el gobierno), mostrando la imagen del militar, llegado a “presidente”, en la posición central, y a Simón Bolívar en una posición subalterna. Se empezó a usar el despectivo Gurropín para referirse al dictador, mientras disfrutábamos de los lápices gratuitos repartidos por los uniformados en todos los colegios y escuelas con el lema: “Paz, Justicia y Libertad”.
Pasada la euforia del inicio del régimen militar, apareció la realidad: los evidentes abusos de poder y los letreros en las paredes que decían “No queremos arroz con cuervo”, haciendo clara referencia al gobernador militar del Departamento de Caldas, el coronel Cuervo Araoz. Era un peligro pintarlos en las calles patrulladas por el ejército, recorridas por volquetas llenas de soldados que llamábamos, irónicamente, “carretas del rocío”, como las utilizadas en los desfiles de la Feria de Manizales para transportar a las candidatas al reinado del café. Podían ser un “rocío” de ofensas, insultos y culatazos.
Por la misma época las mujeres comenzaron a ser reconocidas como actores políticos. Primero se les concedió el derecho a una cédula de ciudadanía para poder votar. La primera cédula fue asignada a doña Carola Correa, esposa de Rojas Pinilla, y el número siguiente se le entregó a su hija, María Eugenia Rojas, la capitana. Muchas mujeres estaban anhelantes de mostrar su nuevo poder y ansiaban unas elecciones que en realidad eran imposibles porque la dictadura se aferraba al gobierno. Se rebelaron y en un acto de rechazo a la prolongación del régimen que iniciaba el reconocimiento de sus derechos organizaron una manifestación de protesta, exclusivamente femenina, en la plaza de Bolívar. Lo memorable fue la manera utilizada para disolverla. Dieron la orden se soltar docenas de ratones en puntos estratégicos de la concentración. El efecto disuasivo fue total. Las mujeres trataban de escalar la estatua de Bolívar y hasta la torre de la Catedral, corrían alocadas dejando en el piso sus zapatos de tacón y su autoestima. Nunca más hicieron protestas de género. Mi mamá, al final de la dictablanda, comentaba que era capaz de perdonar el enriquecimiento de la familia de Gurropín y muchos de sus abusos, pero, para ella y sus amigas, el atacarlas con ratones era algo innoble, bajo, que nunca podrían olvidar.
Mi tío Arturo Jaramillo, liberal, maestro de escuela primaria, principal soporte económico de la familia, llena de solteronas, viudas y sobrinos con afugias económicas, estuvo obligado a suscribirse al “Diario Oficial”. El tal diario era un gordo mamotreto difícil de cargar y de leer, que le descontaban de su escuálido sueldo.
Escuché a mi tío quejarse de Gurropín, del régimen castrense, del maltrato al Libertador al subordinar su imagen a la del dictador, de las presiones oficiales. Esto se sumaba a su rechazo a todo lo que consideraba autoritario como los militares y los curas. Parodiaba un conocido canto religioso y gozaba repitiéndolo en tono irónico: “el 13 de junio la Virgen María cambió al presidente por un policía, Ave, Ave, Ave María”. Sufría por tener que asistir, obligatoriamente, como maestro de escuela pública, al interminable tedeum (acto solemne religioso de alabanza a Dios) anual organizado por la curia católica cada 20 de julio con la avasalladora presencia de los todopoderosos militares que asistían a la ceremonia para ser honrados con nubes de incienso. Al tío le olía todo eso a puro franquismo, a puro oportunismo.
El mamotrético periódico oficial reposaba en un arrume en el cuarto de trebejos esperando su uso como material básico para hacer máscaras, monigotes, juguetes didácticos para animar las clases del maestro y para hacer desproporcionadas casas, castillos y puentes para el tradicional pesebre navideño. El elemento para darle vida a estas creaciones era el “engrudo”, una pócima mágica, barato pegamento doméstico mezcla de harina de yuca y agua, con el cuál se empapaba el periódico para transformarlo en una masa moldeable. Cuando elaborábamos los figurines todo se tornaba pegajoso: los artistas nos movíamos en una masa viscosa, mezclada con pedazos de papel, cartón y con los mil colores que les daban el toque final a los engendros.
Al final, el mejor uso que se le dio a la forzosa suscripción, junto con los ejemplares de los vecinos, fue una gran fogata en la calle para celebrar la caída de la dictadura en 1957. Querían que ardiera todo lo “oficial”. Fue una fiesta cerca de las llamas, que bien simbolizaban un deseo de purificación colectivo.
Los felices colindantes bailábamos tomados de las manos, interrumpiendo el tráfico. En medio de aplausos, giraban por la derecha y mi tío protestaba porque de lo que se trataba era de dar un imposible giro a la izquierda. Yo participé alegremente creyendo estar en un rito medieval quemando herejes, santificando el mundo en una alucinante ceremonia. Al dormirme mi cama olía a humo y a réprobos quemados.
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