RIO ABAJO


 

En mi bachillerato los jesuitas buscaban que aprendiéramos viajando y cada año programaban excursiones para lograrlo. Yo participaba feliz y en una de ellas partimos para Barranquilla navegando por el Rio Magdalena.

Tomamos un buque en el puerto de La Dorada para una navegación de cuatro días. Era un barco de paletas que impulsaban motores de vapor que se producía al quemar leña en sus calderas, igual a los que habíamos visto en las películas del oeste americano. Una real aventura.

Subimos, emocionados, al mítico barco de dos cubiertas, primera y segunda clase, similares a los “altos” y” bajos” de Manizales, con servicios y usuarios diferentes. La tercera clase viajaba sobre una enorme barcaza metálica que empujaba el barco con su proa, junto a arrumes de carga cubierta por lonas de colores. Iban muchas personas, familias completas que se arriesgaban al viaje, con hamacas, ponchos y carpas, varas de pescar, algunos alimentos y una precaria hornilla para calentarlos. Cubrían de mil colores la plancha metálica, en la cual, poco a poco, se asaban. No les permitían pasar al barco. Se trataba de un éxodo primitivo, a pleno sol y plena lluvia; hacían pequeños corrillos para hablar, jugar dominó y tratar de suavizar sus miserables condiciones de viaje.

Los estudiantes navegábamos abrasados por un calor infernal, en un ambiente plagado de zancudos que nos clavaban sus aguijones como sables, a pesar de los potingues manizaleños que usábamos para protegernos. Era un paisaje espectacular pero algo monótono: selva densa y omnipresente en las orillas que formaba un túnel verde, de agua oscura y bancos de arena plateada donde aparecían las tortugas y los caimanes. Un gringo se entretenía disparándoles a los reptiles con un fusil de caza. Sorprendían los grandes saltos cuando los hería, buscaban el río para sumergirse y quedaba flotando un rastro de sangre. Nadie se dolía del asesinato de esos enormes animales. Algunos viajeros hasta lo celebraban. Colombia nos parecía infinita, indomable y el gringo era parte de la película que estábamos viviendo.

Otro extranjero a bordo era un húngaro que estaba huyendo del gobierno soviético por rebelarse contra ellos buscando liberar a su patria del control comunista en el levantamiento del otoño de 1956. Lo cubrimos con un manto mítico de luchador en desgracia. No hablaba nada de español y se entendía, en francés, con uno de los jesuítas. Les hacíamos un cerco de preguntas elementales. No conocíamos nada histórico de Hungría, pero Rusia era el oso siberiano emblema de la maldad y nuestra curiosidad ayudó para darnos alguna información básica internacional. La idea era aprender viajando.

Una noche sentimos un gran golpe que nos sacó de los estrechos camarotes. Asustados, salimos a la cubierta. Habían encallado en un banco de arena cerca al insignificante pueblo de Bocas del Rosario, uno de los puntos más húmedos y calientes de Colombia. Fue una tortura. Racionaron todo lo que se podía beber y el tiempo no pasaba. Solo pasaban nubes de mosquitos.

Luego de una larga lucha pudieron poner el barco a flote y reiniciar el viaje. Dos días después pudimos llegar a Barranquilla, activo puerto fluvial, lleno de vida, color y música, cerca del mar, con un largo muelle en Puerto Colombia, en ese entonces el más largo del mundo, y nos sorprendimos en Bocas de Ceniza con la muerte del río Magdalena engullido por el océano Atlántico. 

Fueron muchos los puntos de interés, que aprovechamos bien con el acompañamiento de los profesores. El viaje fue una clase vivencial, de contacto directo con  accidentes geográficos  y acento internacional, fueron los zancudos quienes nos  tomaron la lección, regresamos en avión.

Comentarios

  1. Querido Luis, me has hecho recordar un episodio de mi niñez que no guardo con la misma claridad ni variopinta experiencia como la que refieres. Yo dormí en camarote, imagínate, pues el padre Bernal me escogió cuando uno de los importantes que viajaban a bordo dijo que él tenía una camarote para uno de "los alumnos". La salida del encalle fue con un remolcador que sacó el barco tirándolo con un cable de acero poderorsísimo. La impresión mía fué grande cuando vi a una rivereña que viajaba con nosotros amamantando a la vista a su hijo, algo inusual en nuestro medio. En fin...¡Qué gran experiencia la de recorrer nuestro gran rio de La Magdalena en barco de vapor, el mismo que idealiza en su novela García Márquez. Pocos lo pueden contar y tu y yo sí.

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