CASI PIERDO LA VIRGINIDAD
A mediados de los años 60 comencé a estudiar zootecnia en Medellín. Un lugar favorito de parranda era La Cuna de Venus. Frecuentado por la clase alta, enclavado en la zona de recreo más apetecida, cerca de La Ceja.
Ofrecía a sus visitantes la posibilidad de actuar en un buen escenario, el cuál ocupábamos con demasiada frecuencia, desinhibidos por generosas dosis de aguardiente y por contar en nuestro grupo de amigos con las hermanas Simone ,Sandra y Laureen, barranquilleras con hermosas voces y hábiles con las guitarras. Ellas eran presentadas, pomposamente, por un excelente maestro de ceremonia, Fernando Lema, mi compañero de apartamento. “Ahora con ustedes las hermanitas Sister, hijas del general Electric” y esto era de no terminar, siempre el público pedía que siguieran actuando y enviaban botellas de aguardiente para la mesa.
Yo no tenía tanto éxito y era presentado como “la voz de las veredas” o “la voz del recuerdo” de acuerdo al repertorio del momento. Me acompañaban el tiple y la buena memoria para las viejas canciones. Aprovechaba el ambiente cerrilmente antioqueño consiguiendo espontáneos que me acompañaran a cantar para disimular las deficiencias técnicas. Terminaban de salvarme el vetusto y apreciado repertorio y el actuar bastante tarde cuando la mayoría de los asistentes estaban casi borrachos.
Alguna vez iniciamos una celebración sabatina en la casa de Alfonso Ospina y decidimos terminarla “acunados”. Éramos pocos, dejé mi Land Rover y me subí al Volkswagen de Alfonso, con Maureen su novia gringa y Fernando Lema.
Apoderados del sitio, se creció la mesa con otros contertulios y dos de ellos nos invitaron a rematar la noche en una finca cercana. Era una finca preciosa y los anfitriones atendían espléndidamente. En algún momento, quise disfrutar del jardín y de la luna. Casi inmediatamente llegó Maureen llorando, acababa de discutir con Alfonso, y entró al Volkswagen. Yo solícito quise acompañarla. Sollozaba sobre mi hombro y me sentía transportado al séptimo cielo ya que siempre ella me había fascinado. Tan evidente era este sentimiento que Fernando Lema, en alguna rumba anterior, escribió en un pañuelo blanco “Maurenero soy” y lo había fijado en la parte de atrás de mi chaqueta para risas de todos los amigos.
De los cielos irreales se suele caer en infiernos reales y eso ocurrió. Salió Alfonso, se encontró con el enternecedor cuadro de Luis Londoño consolándole la novia y no le gustó. Exigió volver a Medellín y para mí era muy incómodo hacerlo en su vehículo. Los anfitriones rogaban que nos quedáramos y yo acepté para no devolverme con el dolido novio. Grave error: el par de amables anfitriones se trocó en una pareja de sátiros homosexuales insinuantes y, cuasi suspendido en una nube etílica, procurando estar alejado, los oía hablándome del “calor de la amistad”, insistiéndome a pesar de mis protestas, de que el calor de la amistad no tenía que ser físico y me sentí perdido cuando alcancé a percibir que estaban cerrando puertas. Como pude, en un descuido, agarré el tiple y salí de la casa trastabillando a coger la carretera a Medellín a las 4 a.m. Quemaban las llaves del Land Rover en mi bolsillo, sentía una rabia infinita, y de encima tuve que recorrer un largo trecho para alcanzar a tomar un vehículo público.
Pagué un alto costo por conservar la virginidad y, además al regreso, creía ver sonrisas socarronas en la cara de los amigos de Medellín. Pensaba que ellos conocían las tendencias de los anfitriones.
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