MARRANADAS
A todos nos han hecho “marranadas”. No son para recordar. Hoy los invito a recrear un pasaje muy importante de la cultura paisa. Una deliciosa matada de marrano. Los invito a una deliciosa marranada.
Desde niño las viví en “La Arabia”, la finca familiar. El día más peligroso para los cerdos era el seis de enero, fecha oficial para su sacrificio. Los niños colaborábamos desde el día anterior recolectando los helechos donde acostarían al marrano, para hacer una pequeña hoguera y tostar su piel. La más inolvidable “marranada” fue cuando mis tíos “mataron” al marrano y lo pusieron al supuesto difunto a chamuscar en su cama de helechos, cuando dio un potente chillido y salió corriendo. Casi no lo atajan. Aún nos estamos burlando de los matarifes.
Todos los años, mi tío Hernán nos invitaba a su infaltable "matada de marrano". Una larga ceremonia paisa que él procuraba respetar. Iniciaba con un juicio verbal sumario al pobre cerdo. El fiscal lo acusaba de ladrón de cosechas, de sucio, de gruñón, de mil cosas: y el abogado pretendía defenderlo. Algo gracioso dependiendo de los actores. La sentencia era la misma: muerte vil, la que se lograba por la introducción de un largo punzón en su corazón. Alguna vez, luego de la ejecución, terminó el proceso judicial con la lectura del testamento del difunto.
Mi tío, apenas estuve en capacidad de hacerlo, me dejó la función de verdugo. Sujetaban al animal, yo le ponía mi oreja en el sucio costado para escuchar los latidos de su corazón y afinar mi puntería para la chuzada asesina. Todo un placer. Cuando la víctima lanzaba su último gruñido mi tío lanzaba voladores.
Seguía el escaldado, quemándole los pelos con el fuego logrado, al ponerlo en una gran cama de helechos secos. Seguía la raspada cuidadosa de la piel tostada y se alborotaba una rapiña feroz por el delicioso cuerito. Eran infaltables los regaños porque los niños queríamos quitarle todo el pellejo y los tíos reclamaban que lo dejáramos para los chicharrones.
Luego le hacían un “corte de franela” para separar casi totalmente su cabeza que quedaba colgando. Despatarrado sobre una mesa, lo rajaban de arriba a abajo, y recogíamos la sangre directamente de sus costillas con unas pequeñas tazas para verterla en una olla con abundante sal. Era la materia prima para hacer las morcillas. Seguía un cuidadoso desprese y la generosa repartición a empleados y vecinos: el animal alcanzaba para todos, porque eran unos marranos enormes. Era una prueba de pobreza o tacañería un cerdo normal. Reinaba un ambiente festivo impulsado por algunos aguardientes.
Era un proceso largo, mínimo de un día completo, y exigía un ejército de colaboradores. Los más importantes eran los músicos: normalmente un buen trío de música colombiana con tiple y guitarras. Muchas veces mi mamá y mi tío Arturo Jaramillo preparaban sainetes musicales para acompañar el evento. El más aplaudido era “El descendimiento de Cristo”: Arturo se crucificaba mientras mi mamá cantaba elegías gregorianas. Las frases apocalípticas del sacrificado y sus gestos dramáticos hacían el resto de la presentación siempre exitosa.
Todos participábamos y vivíamos el rito que unía a la familia y permitía que afloraran los recuerdos. Se armaba una competencia de anécdotas y exageraciones sobre los abuelos y sus vidas, disfrutando la delicia de estar juntos.
Para mí, muchas de las familias que se separan, es por falta de unas buenas “marranadas”.

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