NO TRAJO EL TROMBÓN
Recién llegado a Medellín para estudiar zootecnia viví en las residencias universitarias situadas dentro del campus, un hermoso edificio bien dotado, buenos servicios y de bajo costo.
Para los “primíparos” ofrecían habitaciones para dos personas, emparejadas al azar, y esto traía sorpresas. Inicié de compañero de “Calarcá”, un inquieto e inteligente quindiano de extrema izquierda. Lo difícil no fueron las diferencias ideológicas, sino los comportamientos rutinarios.
Yo estudiaba de noche. Calarcá lo hacía de madrugada. Ponía un insufrible despertador metálico de dos campanas, que empezaban a repicar a las cuatro de la mañana y a retumbar caminando por el escritorio de acero que le servía de caja de resonancia. Me envolvía en las cobijas, trataba de soportarlo y de volverme a dormir lleno de furia.
Una rabia que palidecía cuando Calarcá se incorporaba a coger bruscamente el reloj con sus dos manos, mientras lo apagaba gritando, “Hoy no, hijueputa, hoy no”. Entonces no solo nos despertábamos ambos, sino también mi instinto asesino , del que el Quindiano escapó solo porque yo había sido criado por curas.
Por otra parte, el ambiente de las residencias estaba marcado por las diferencias y animadversiones entre santandereanos y costeños ,los dos grandes grupos de ocupantes. Se sentaban aparte en el comedor y armaban escándalo por los turnos en las duchas. Con otros dos caldenses nos unimos a los santandereanos, nos sentíamos afines y protegidos. En algún momento aplaudimos un enorme letrero pintado en la blanca pared de la entrada, “Haga patria, mate a un costeño”, que motivó rechazo de las directivas universitarias. Las desavenencias, sin embargo, nunca pasaron de lo verbal y simbólico.
Las residencias eran controladas por un profesor que vivía en ellas. Era un español de apellido Tenreiro, hermano marista frustrado y de mal genio. Trataba de imponer el orden y de recordar el reglamento en reuniones forzosas para los que disfrutábamos del albergue. Las celebraba en el comedor y en ellas hacía hincapié en la urbanidad, en el silencio, en exigir el respeto de su tiempo de ibérica siesta y en el cumplimiento de horarios. Siempre hablaba poniendo uno de sus zapatos, de sucia suela de profesor de topografía, sobre uno de los asientos, y en los cuáles él insistía que se debían mantener impecables.
Era claro que no se podían consumir licores ni hacer tertulias musicales. A pesar de eso, llegué una tarde, luego de un paseo, con media botella de aguardiente puesta y la otra media en la mano. Me junté con Calarcá y un nortesantandereano que tocaba el cuatro y cantaba con notable acierto. Desempolvé el tiple y empezamos a cantar, en lo que pensábamos era un tono bajo. Llegaron algunos curiosos, contentos con el espectáculo. De repente apareció rugiente Tenreiro, impuso silencio y nos gritó, irónico, “Si necesitáis un trombón yo puedo traerlo”. Calarcá le respondió inmediatamente: “Mi doctor, si lo sabe tocar tráigalo”. Los curiosos salieron en carrera, mientras que los artistas nos mirábamos entre risueños y asustados. Sonó un gran portazo y entramos en un atemorizado silencio.
No trajo el trombón. Pero al día siguiente, trajo la carta de nuestra expulsión de las residencias.
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