PAGO POR ASCENDER
Luego de mi expulsión de las residencias universitarias pasé más de un año de trashumante, de “arrimado”, en varios apartamentos. Carlos Albán Muñoz, un buen amigo de la facultad perteneciente a una linajuda familia de Popayán, me hizo una curiosa propuesta. Pasarme a un excelente apartamento, en pleno barrio Prado, con servicio doméstico uniformado, buena alimentación con vino incluido, pagando lo mismo que cancelaba en un típico apartamento de estudiantes. La acepté sin dudarlo.
El origen de la propuesta nacía de un joven rico, conocido de Carlos, recién trasladado a Medellín como gerente de la sucursal local de una exitosa empresa de su familia con sede principal en Bogotá. Rollizo, anodino. Tenía anhelos y real necesidad de buenos contactos, para escalar en la pirámide social, y de compañeros que le ayudaran en ese ascenso.
Carlos era un exitoso donjuán, con varias novias, algunas en Bogotá, y vivía muy agradecido porque yo le manejaba la correspondencia. Le servía de “secretario privado” con alma de Cupido mentiroso. Daba, en buen grecocaldense, todas las respuestas a las cartas de sus admiradoras. Fingía en el amor y mantenía una imagen irreal de un Carlos comercialmente exitoso, que apenas terminando su carrera de Zootecnia ya era, supuestamente, representante para el departamento de Antioquia de Colinagro, una importante firma de productos agropecuarios.
Me prestaba para verdaderas obras de teatro. Por ejemplo, pasaba por Medellín, aprovechando una conexión aérea en un viaje, en fugaz visita, uno de los amores de Carlos. Era Pupina, hija del embajador de Italia en Colombia. Luis, el “secretario privado”, llegó en su Land Rover al aeropuerto como chofer particular del novio. Le hizo venias a la distinguida italiana, ayudó con sus maletas, le abrió y cerró la puerta en la corta gira turística. Se quedó sin pronunciar la frase final, grazie signorina, bien preparada para cuando le diera la esperada propina, que nunca llegó. Lo más difícil de la obra de teatro fue no estallar en risa al mirarme con Carlos.
El comportamiento del enriquecido anfitrión que los había acogido era insoportable. Su carro era un Cadillac verde, enorme, con algunos años encima, que quería llenar con nuestras amigas y usar todo el tiempo. Llegaba a un almacén de ropa y, si algo le gustaba, ruidosamente pedía media docena de la misma referencia y se enfurecía si no completaban su extravagante solicitud. Era miembro del club El Rodeo y comenzó a invitarnos. Notó mi afición por el whisky sour, y con atronadora voz, en una mesa de la atestada cafetería, me pidió de un tirón seis. Tuve que tomármelos con premura para tolerar el bochorno. Jamás le volví a aceptar invitación a sitio alguno.
Alguna vez trasladó una de sus farras con clientes al apartamento, amén de prostitutas y músicos. Bastante borracho, no quiso cancelar lo esperado por alguna de ellas y ofreció pagarle con un viejo y desnudo maniquí. Un gran figurín masculino, que utilizaba su empresa para exhibir zapatos y ropa de cuero. Ella, muy pasada de tragos, aceptó el pago en especie, y dando tumbos y bandazos salió con el maniquí al hombro, a buscar un taxi por las calles del distinguido vecindario. Unas veces caía sobre el enorme muñeco y otras veces quedaba con él encima como sugiriendo imposibles posturas íntimas de alcoba.
Rompimos pronto con este compañero y sus comodidades, fue entonces fácil entender, que no eran solo ellas, las de las noches, las prostitutas.
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