CUENTOS DE PELUQUERÍA

  


Afortunadamente ya no estamos en la Edad Media. Los monjes debían mantener su tonsura, el tradicional corte circular rapado en la parte superior de la cabeza, y cada monasterio debía contratar barberos. Estos, a los que también recurrían los vecinos, además del corte de pelo y el afeitado, realizaban cirugías, sangrías, ponían sanguijuelas, vendajes, enemas y sacaban dientes, lo que les valió el nombre de «cirujanos barberos”.

  Alguna vez tuve bastante pelo y me crecía. Las primeras peluqueadas de que tengo memoria fueron en la casa de mi abuela donde viví mi infancia. Me hacían cacería entre mi mamá y las tías, me sujetaban en mi amada sillita puesta encima de una mesa en un amplio corredor. Aparecía Don Manuel, al verlo me sacudía para escaparme, pero me atenazaban manos firmes y cariñosas. Yo siempre quería mirar a fondo el maletín negro, redondeado, como el de los médicos, donde Don Manuel guardaba sus elementos de tortura, y él aprovechaba mi curiosidad para aquietarme. Sacaba lentamente, uno por uno, sus instrumentos, me explicaba para que eran y me dejaba detallar el fondo. Lograda una paz relativa procedía a “barbiarme”. Si no había pataleado me premiaban con un delicioso pedazo de ponqué de los que hacía mi tía Luisa para las novias manizaleñas.

Luego la “barbiada” era en los bajos del teatro Manizales. A la entrada el infaltable símbolo del poste con tres colores en movimiento, rojo, azul y blanco, luego unas breves escalinatas - todo en Manizales es subiendo o es bajando -, y aparecía un salón con amplísimas sillas de cuero verde tachonadas con grandes estoperoles plateados. Me llevaba mi tío Arturo, me compraba una oblea y era una cariñosa compañía. Los mayores hablaban, aún no existía la ley del silencio y de la incomunicación como signo de cultura. Era un momento de participación, de intercambio de noticias, de contar con el otro. Allí nos peluqueaban en cualquier forma menos en silencio.

Cuando jóvenes la competencia se daba por el sitio de la peluquería; debía ser donde queríamos que nos vieran, por la ubicación, el reconocimiento social, por el buen servicio. Especialmente por la cantidad de revistas Playboy para entretenernos.

Siempre había una moda vigente, un estilo casi forzoso, que todos lucíamos. Aún no entraba el afán de la originalidad, de lo llamativo. Los peluqueros que me atendían se declaraban heterosexuales sin afanes de estilistas. El cuerpo aún no se había desbordado, el cabello no servía para expresar inquietudes subjetivas ni para reivindicar los derechos individuales. Pienso que el ambiente conservador y religioso nos impregnaba hasta el pelo.

Hoy tenemos peluquerías ostentosas y elegantes, de cita previa, con whisky, revistas en inglés y lustrabotas incluidos. Ya no nos extraen sangre con escalpelos y sanguijuelas como en la Edad Media, sino la chupan de nuestras billeteras por los elevados precios del servicio.

Las cosas han cambiado. Muchos se motilan con sus pequeñas máquinas. A mi casa llega, no don Manuel con su maletín negro, sino la peinadora de mi esposa que busca, con su maquinita, algo para cortar en el peladero de mi gran cabeza.

 

 

 

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