HOTEL CARLINA

  


Para poder estudiar zootecnia en Medellín viví en varios apartamentos y con diferentes compañeros. En el que permanecí más tiempo estaba ubicado en el segundo Parque de Laureles.  Medellín vivía una linda época, anterior a la explosión del narcotráfico, en paz, llegaban estudiantes de otros países y teníamos siempre costarricenses con nosotros.

La figura central allí era Carlina Londoño, una pequeña y vivaz afrodescendiente nacida en Apartadó. Daba abasto para dar de comer a todos, lavar la ropa, asear el apartamento, mercar y cocinar. Era una eficiente maquinita que fumaba Pielroja sin filtro, con la lengua le daba un vuelco al cigarrillo y lo mantenía dentro de la boca, estilo “canilla” como las lavanderas de su tierra. Se sentía la mamá de todos nosotros y así nos cuidaba. Merecidamente llamábamos al apartamento el Hotel Carlina.

Un largo corredor estrecho a la entrada, con cuatro piezas a la derecha y al fondo el comedor. Al lado, cocina, patio de ropas y la habitación de Carlina. Por último, un altillo en donde había otro espacio, el mejor cuarto, con excelente vista al parque. Siempre pensamos, que, por la especial distribución del apartamento solo servía para estudiantes o para casa de citas. Nosotros lo ocupábamos, simplemente porque en el Parque de Laureles no permitían burdeles y su arriendo era moderado.

Teníamos teléfono fijo y siempre fue una caja de sorpresas porque las llamadas no podían ser privadas. Todos oíamos lo que allí se conversaba, por lo precario de la comunicación ,teníamos que gritar para que nos oyeran. Me encantaba escuchar a un compañero valluno hablando con sus padres en Cali. Vivía pidiendo más dinero y a veces le reclamaba a su papá Pastor, gritándole que la única manera de que le mandara más, era la de inventarse que lo habían contagiado con una venérea. Insistía e insistía y, de pronto, tapaba bien el auricular del teléfono y se desahogaba gritando ¨Pastor p´hijueputa” y continuaba pidiendo.

El edificio estaba rodeado por un muro de poca altura, muchas veces nos sentábamos en él, para disfrutar del parque y de las lindas vecinas, a quienes ocasionalmente les hacíamos bromas. Cuando veíamos aproximarse a una de ellas, muy joven y muy prendada de su figura, al estar al frente nuestro le silbábamos a coro una conocida propaganda ¨mire cómo la miran, con su brasier Leonisa y mire cómo la miran¨. Ella cambiaba de colores y apretaba el paso. A otra de sensual caminado, mis compañeros costarricenses le decían: “qué linda mi Tongolele”, mientras le hacían un paso de mambo. La Tongolele era una bailarina famosa en México y Costa Rica. 

En Medellín repartían la leche a domicilio, en coches de tracción animal. Al frente del apartamento salía la empleada de los vecinos a comprar dos botellas de leche. Al tomarlas, yo le decía a voz en cuello. “María, a donde vas con esas cuatro botellas de leche” y por poco se le caían.

En los bajos del apartamento llegaron a vivir dos señoras costeñas con sus pequeños hijos, ambas casadas con agentes viajeros. Cupido lanzó sus dardos sobre un compañero nuestro, muy joven, que casi pierde su cabeza por una de las exuberantes caribeñas. Hasta abrió huecos en el suelo del segundo piso para observarla. Ella correspondía bien a sus requiebros y nosotros sufríamos por las intempestivas llegadas del marido que podían terminar en tragedia. 

Otros romances atacaron a dos manizaleños, llegados en diferentes épocas, que se enamoraron perdidamente de una vecina que era mi mejor amiga. Una joven atractiva, muy alegre, que cantaba lindo. Yo fui la carne del sándwich, ya que todos me atosigaban con preguntas difíciles de responder. El primer embelesado por ella tenía una novia de varios años en Manizales y con gran esfuerzo, logró conservarle fidelidad. El otro, que no tenía a quién guardarle fidelidad, se casó con ella. 

Me gustaba pasear por el lindo entorno del barrio Laureles. Al final de una tarde, me encontré con el espectáculo de un joven vestido de pobreza, con la pierna derecha sangrando y el pantalón destrozado. El perro que lo había mordido, continuaba intentando volverlo a hacer, mientras  un hombre, que lo insultaba y lo traía agarrado por el cuello, lo sacudía al embutirlo dentro de un carro. Con el asustado ladrón, que se había colado en la casa del director de la policía secreta de Antioquia, oíamos al jefe de todos sentenciar: “Denle un tratamiento especial a este atrevido”. El acogotado ladrón me miró con ojos de terror y me suplicó que llamara a la Policía.  Estremecido de impotencia ante el cuadro violento, me negué a pedirle refuerzos a quienes ya eran suficientes para continuar  el descuartizamiento.

 

 Luego de un año de vivir en mi cuarto en compañía de otro estudiante, pude pasarme solitario a un cuarto excelente, más pequeño y que logré fuera decorado por un pintor manizalita con escenas taurinas. Yo, que quería conservarlo impecable y ordenado, vi como un día cualquiera, mis compañeros con algunos tragos encima, decidieron tirar al patio que daba al parque todas mis cosas, con cama y escritorio incluidos. La afanada labor de recuperar mis cosas se hizo casi imposible , ya que una vez yo las subía, y volvía a bajar por más, ellos las volvían a tirar de nuevo . Yo quería matarlos, pero finalmente ya calmados, optaron por  ayudar a subir mis objetos.

El Hotel Carlina es hoy un instituto centrado en la cura de la diabetes. Quizás sus médicos lograron quitarle el almíbar de su exceso de juventud y de más de un aguardiente.

 

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