UN LAND ROVER PELIGROSO
Este Land Rover hizo historia. Recién comprado mi mamá lo dejó estacionado en la parte alta de una empinada calle manizaleña. De repente y sin previo aviso, el freno cedió y el jeep salió raudo falda abajo, incrustándose en la última casa de la vía. La casa del alcalde.
Afortunadamente no hubo heridos y yo era amigo de los Robledo, hijos del burgomaestre. El problema fue con la licorera de la esquina. Sus estanterías metálicas se cayeron como un castillo de naipes y el daño fue enorme. Ese día, los tragos fueron por cuenta del seguro.
Otra tarde, salí en el vehículo con mi cuñado Mario Jaramillo, rumbo a un bar llamado popularmente “Casa de Vidrio”. Estaba ubicado en una avenida amplísima, con generosos espacios para dejar los carros. Cuando estábamos dando reversa para estacionar pegados a la acera, apareció de la nada un taxi ocupando agresivamente el espacio escogido. Mi cuñado que venía al volante, se molestó, le puso la doble transmisión a mi Land Rover y empujó al intruso hasta lograr el sitio pretendido. Ardió Troya. Del taxi salieron al tiempo, las notas de lo que sonaba en su radio, unas coloridas mujeres, y enardecido, su conductor que olía a una combinación de alcohol y perfume barato. Al bajarme, el hombre me agarró bruscamente gritándome que ellos eran la autoridad, y que yo quedaba detenido. Le respondí con un fuerte golpe de karate en su cara, que lo tumbó al piso. Mario amagó con sacar un supuesto revólver de su cinturón. Se frenaron los agresores, y unos meseros amigos, que llegaron rápido a donde el escándalo se tornaba en tragedia, le avisaron a mi cuñado que efectivamente los pasajeros del taxi eran detectives. Salimos huyendo con éxito, y dimos por cerrado el caso. Falsa apariencia. Los funcionarios habían tomado los números de la placa y días después, al salir con mi mamá de la casa y tratar de abordar el Land Rover, me cayeron en gavilla varios policías. Me capturaron para llevarme a estrujones a la estación principal de Policía, sindicándome de lesiones personales. El caso, merced a buenas influencias, no pasó a mayores.
El campero, cuando estudiaba en Medellín, se convirtió en transporte escolar masivo para excursiones y paseos. Se volvió un real yoyo en el subibaja a la finca Media Luna en el alto de Santa Helena, el refugio fiestero, y motivó mil incidentes.
El Land Rover me llevó a Turbo, municipio que se comunicaba con Medellín por una terrible carretera, con muchos tramos de talud negativo, que daban la impresión de estar transitando por una muesca en las rocas. Pasando la espesa selva de La Llorona, paramos en una miserable tienda para calmar la sed , encontrándonos con una mesa con colonos que tomaban aguardiente y a una indígena catía que compraba un poco de sal. Llamó mi atención su collar elaborado con pequeñas semillas y me pareció algo muy lindo para llevarle a mi novia. No llevaba la indígena collares para vender y nos explicó que el que portaba era un collar especial, que contaba su historia y su papel en la comunidad. Era impensable y ofensivo el pretender comprarlo. Al observar un colono este deseo, despectivamente gritó: “¡Si no se lo vende, quíteselo!”. Se hizo un rabioso silencio y uno de mis compañeros de viaje, de ánimo pendenciero, se levantó con ganas de partirle la cara. Logré pararlo. Había observado que los ásperos personajes estaban armados.
El más peligroso incidente ocurrió cerca al parque de Laureles. Llevaba a un compañero a su casa al final de una tarde de estudio y estuve a punto de estrellarme con un carro de alta gama, gran frenazo y los madrazos de rigor . El conductor se bajó de su carro y me retó a que nos enfrentáramos a puños, a unas pocas cuadras y en un lugar menos residencial. Yo acepté el reto y salimos ambos al punto donde acordamos vernos. El retador se adelantó y cuando logramos darle cacería, lo encontramos de pie sobre la calle, al lado de su vehículo. Nos recibió a balazos. El primer disparo pegó en la débil puerta del Land Rover, pero dio justo en un fuerte fleje metálico donde empata la puerta con la ventana desmontable. Instintivamente busqué atropellarlo. El gatillero saltó eludiéndome y me disparó dos veces más. Los balazos quedaron detenidos en la llanta de repuesto colocada inmediatamente detrás de los asientos delanteros. Nunca quise arreglar las violentas huellas de los disparos. Le daban un cierto misterio al campero y a su propietario.
Fue un susto tremendo y tuvo una inesperada respuesta de mi enfurecido compañero, el que salvó la llanta de repuesto. Este era de una distinguida familia de Medellín y un magnífico intérprete de la lira, que conmigo al tiple, a veces hacía dueto. Juró vengarse, y por noches y noches, buscaba al agresor infructuosamente en el carro de su familia, con varios amigos armados. Me negué a acompañarlos y entendí que debía apartarme de su compañía. Pensé que mi amigo había enloquecido. Pocos años después el tañedor de lira, trastornado y amargado, terminó suicidándose cerca de Montería.
Sin este campero, mi historia sería diferente, posiblemente más tranquila, sin mucho para contar y monótona. El ya pasó por el desguazadero, yo aún estoy en turno.
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