VOLANDO SOBRE UN CADÁVER
Por varios años trabajé en Inpescol, una empresa pesquera con varias plantas de procesamiento en la costa pacífica colombiana. Un dos de mayo, recibimos en Bogotá la demoledora noticia, de una grave intoxicación de un empleado ,con metanol en nuestra planta productora de harina de pescado en Punta Bazán, en la desembocadura del rio Tapaje en el océano Pacífico, en los límites entre Cauca y Nariño.
Este alcohol industrial era utilizado en el proceso, y para la fiesta del trabajo algunos decidieron hacerle una manipulación química e ingerirlo con zumo de naranja. Allí, en ese sitio remoto, alejado de todo y trabajando en una planta industrial, la diversión era difícil, al igual que tratar de conseguir una costosa botella de aguardiente. Los trabajadores se sentían como los presos de la vecina isla de Gorgona y buscaban escaparse. El metanol expresó toda su toxicidad de verdugo y motivando cegueras. El cadáver del ingeniero de la planta, alguien muy especial para nosotros, exigía su urgente traslado a Bogotá donde vivía su familia.
Me ofrecí al penoso rescate. Contratamos una avioneta a la que le suprimimos sus asientos traseros para acomodar un elegante ataúd. Sólo quedaba el espacio para el piloto y un pasajero. Salimos temprano en un día precioso, azul, que trataba de suavizar mi angustia. Al llegar a Guapi (Cauca), hicimos el traslado del cuerpo de un miserable cajón de tablas bastas al elegante ataúd recién traído de Bogotá. Fue algo arduo y doloroso.
Estando en el aeropuerto, Vladimir, nuestro gerente de operaciones-, me suplicó que lo llevara a Bogotá por razones personales y laborales. La única opción era cederle mi puesto y yo, pequeño y flaco, viajar encima del ataúd. Vladimir tenía una gran corpulencia, que bien podía corresponder a su nombre ruso, que impedía pensar en acomodarnos de diferente manera.
Para mí fue un tránsito eterno, oliendo a formol, acostado sobre el ingeniero, en un profundo desasosiego, apretado de dolor contra el techo de la avioneta. Viajé acostado como una prolongación de su ataúd y llevando dos botellas del fatal brebaje para el correspondiente análisis forense.
Al aterrizar en Guaymaral (Bogotá), no se había apagado el motor y ya la familia se había volcado sobre nosotros sin importarle el espectáculo deprimente que les ofrecíamos como personas desconocidas y sudorosas, una de ellas tumbada sobre el sagrado ataúd. Para completar el cuadro, había rayado el ataúd con mis zapatos y se cayeron al piso las botellas con el coctel de naranja y metanol. Yo no sabía qué decir ante las mil preguntas que me hacían los familiares y no quería explicar el porqué de las botellas que afanosamente recogí del pasto.
Llanto y vergüenza dejaron unos malos tragos en Guapi, un último brindis a la salud perdida del ingeniero.
Tenaz experiencia
ResponderBorrar