A MI PAPÁ LO MATARON UNOS PIELROJA



Era un recién nacido y estaba al lado de mi padre. Ni él ni yo percibíamos la cercanía. Mi edad y su cáncer de garganta terminal nos hacían ausentes el uno del otro. Él arrastraba una fuerte adicción al cigarrillo y fumaba inmisericordemente, y yo acababa de venir al mundo con el telón de fondo de una obra triste y sombría.  Murió en Manizales en 1944. Yo tenía cuatro meses.

Cuando nací toda la familia estaba en tensión, inmersa en una nube gris por la gravedad de mi padre y mi presencia los abocó al tremendo contraste entre los extremos de la vida. Casi pasan por alto el tradicional bautismo católico y mi abuela paterna, afanada y prácticamente sola, me llevó a la catedral vecina donde el párroco era su amigo y, a las carreras, me impusieron un pesado nombre: Carlos Augusto Justiniano. Al llegar a la casa mi mamá, entre lágrimas, les reclamó por no haberme puesto el nombre de mi papá que se estaba muriendo. Siempre me llamó Luis como a él, e impuso su criterio. En cierta forma, yo comencé a remplazarlo.

Pasaron unos angustiosos días para ella, mientras veía apagarse a mi papá y trataba de cuidar a un bebé en medio de su tristeza. La tensión le secaba la leche y añadía otra preocupación en ese entorno gris. Aparecieron el cura, los rosarios, el incienso y las plegarias como premoniciones de una tragedia que pronto llegó. Murió mi papá y yo, el Luis de reemplazo para mi mamá, era el paño de lágrimas, el pequeño compañero donde podía volcar su amor y sus angustias.

 Comencé a sentir mi orfandad. Era una ausencia absoluta que transcurría en el marco donde se había alojado la vida de mi padre: mi mamá, mi hermana, el ambiente cultural manizaleño y mis tíos Londoño, diferentes entre ellos, de maneras de ser variadas y aspectos disimiles . Con los años envidié a quienes tenían al padre a su lado o al menos lo habían conocido y podían fijar, válidamente, sus añoranzas. Aprendí que la orfandad es diferente cuando existen vivencias, recuerdos y enseñanzas, o un tremendo vacío. A mí me tocó inventarme su presencia y sentir su mano, su aliento, su cariño. Eran reales y verdaderos dentro de mis fantasías infantiles, pero chocaban con la realidad. Yo ni siquiera tenía recuerdos dónde anclar mi filiación, el asidero de la identidad son los recuerdos.

A mis compañeros de primaria, en el pequeño Manizales de ese tiempo, los identificaban fácilmente con el nombre del papá.  Ahí va el hijo de Zutano. Cuando yo pasaba era difícil esa conexión mental y solo atinaban a decir. Ahí va el sobrino de Fernando – un tío importante muy conocido-. Para ellos, pensaba yo, no estaba pasando nadie, me sentía en el aire. Esto se agravaba en las conversaciones con mis compañeros donde ellos contaban las experiencias, magnificadas con sus padres, su fuerza, su cariño, su compañía permanente, mientras yo entraba en un doloroso silencio.

       Al pasar la infancia dejé de inventarme y de tratar de construir con historias prestadas la presencia de mi papá. Me había costado muchas lágrimas. 

Al llegar a la adolescencia pude apoyar a mi mamá en la administración de una sencilla casa que teníamos para alquilar. A veces fue difícil, no sólo por la malicia de algunos inquilinos, sino también por la de los abogados que tenía mi mamá. Buscaban mil pretextos para citarme a su oficina, eran demasiado atentos y melosos conmigo y llegaron hasta a ofrecerme whisky. Tantas atenciones me pusieron alerta y un tío Londoño me ayudó a cortar drásticamente esa relación. El asedio me atormentó y llegué a preguntarme qué de especial tenía yo para motivar esa atracción y se lo comenté a un sacerdote jesuita que era mi Director Espiritual. Me tranquilizó explicándome que yo era la víctima perfecta en ciertos ambientes por mi edad y por carecer de protección paterna.

Han pasado muchos años con la constante sensación de ausencia. Aprendí a vivir y a disfrutar de la música y el licor, pero nunca pude aprender a fumar. Tenía claro que a mi papá lo habían matado unos Pielroja.


 

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