BAR MEDIA NOCHE
En mi juventud me pude sentir cerca de Buenos Aires sin conocerla, como si disfrutara de su ambiente. Situado en Manizales, en la 16 con 16, en pleno barrio de los Agustinos, “El Carangal”, de hondas cañadas y casi intransitable, era donde los padres agustinos habían comprado un barranco en el año 1903. Con gran esfuerzo por la difícil topografía, y la colaboración de los presos municipales obligados a trabajos forzados, construyeron su convento y su templo. A su sombra se construyó el empinado barrio. Por allí pasa la procesión de la Macarena para darle recibo a la feria taurina y los manizaleños con ganas de vivir un ambiente de tango. Alguna vez cruzó esas calles el niño Luis Londoño para asistir al Jardín Infantil de Gabrielita Puerta.
Cuando joven me atraía un antiguo bar allí, con una gran penca de sábila, fijada detrás de la puerta y apoyada en una herradura con tres enormes clavos . Nos acogían sillones de vaqueta donde se podía acariciar la copa de aguardiente en sus anchos brazos. Tragos generosos acompañados de tajaditas de coco frito y la atención amable de su propietario que disfrutaba, como nosotros, oyendo su tremenda colección de discos de tango, y mirando al infaltable Gardel colgado en todas las paredes. Nos insistía que la penca de sábila era robada, la herradura y los clavos encontrados en un camino, y por eso el conjuro tenía una gran fuerza protectora.
Un día de tragos, ocupábamos la mesa central algunos estudiantes de la Universidad de Caldas. Otra mesa la llenaban personajes sencillos, grises, de modales bruscos. La siguiente un grupo mejor vestido y mejor hablado. De repente apareció una gresca entre dos mesas. Los madrazos, los empujones y el dueño del sitio tratando de calmarlos, de evitar violencia y daños. Creo que su voz no invocaba al ángel de la guardia sino a su mata de sábila.
Dos rivales saltaron a la calle y se agarraron a golpes. Yo me sentía afín con el mejor vestido y pensaba que su oponente era un obrero que iba a machacarlo contra el suelo. No fue así, y el obrero cayó al piso gritando que lo habían apuñalado. El cuchillero salió huyendo y una estudiante de medicina, de nuestra mesa, corrió a auxiliar al herido. En mi Land Rover lo llevamos al hospital. Yo me sorprendí de que los algunos varones de la otra mesa, que creía también estudiaban para galenos, no habían hecho nada. Lo comenté al aire y una joven que los acompañaba me dijo, con rabia, que sus compañeros no eran discípulos de Esculapio sino unos aventureros. Me marcó la frase y desde entonces trato de elegir bien a mis compañeros de tragos, y con mucho más cuidado, a mis médicos.
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