EL ENANITO DE RISARALDA


 

Adela Mejía, mi profesora, me ilusionaba con escribir y me pedía un cuento. El que escribe no tiene límites, me repetía. 

Solo se me ocurrían cuentos campesinos. En Manizales las casas aún estaban muy cerca de los potreros. Yo no quería anclarme en el costumbrismo y solo se me ocurrían narraciones que olían a yerbabuena, que sabían a aguadepanela con queso, que hablaban de mulas y arrieros. 

Los enanitos son seres amables, salvadores, y vino a mi memoria uno muy especial, el enanito de Risaralda. Me ayudaría en la tarea de mi profesora. Lo conocí desde mi primera infancia, nos visitaba cada año en la finca de mi abuelo. 

Como buen enanito era pequeño, estaba viejo y sus arrugas reflejaban su paisaje nativo, sus recuerdos. Entonado con un aguardiente arrancaba:

Ayer con un compañero compramos una panela y nos fuimos pal potrero en lugar de ir a la escuela.

Todo el día lo pasamos cogiendo sapos y ranas, que es mejor que geografía que aritmética y que planas.

A un solar nos internamos a coger unos limones y una vieja que nos vio nos gritó “zambos ladrones”.

Acudió toda la gente, entre ellos un policía, de la mano nos cogió y a la cárcel nos mandó.

El alcalde furibundo nos dio una buena paliza y salimos en carrera muriéndonos de la risa.

Y desde eso prometimos no volver a parrandear, porque el tiempo que perdimos lo tuvimos que pagar.

Era hermosa su leyenda de las flores que aprendieron a volar y se transformaron en mariposas. Sus ojos siempre brillaban. Su voz ya estaba cascada y no quería cantar. Ya no era cantar sino decir las cosas con sonsonete. 

No queríamos que se fuera, pero decía que tenía otros niños para visitar y misteriosamente desaparecía.

Con los años descubrí que el enanito era mi tía Mercy en sus representaciones, en un hábil escenario y bien maquillada. El resto era mi infantil imaginación que me permitió presentarle mi primer cuento a la maestra.

 

 

 

 

 

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