POR UNA CABEZA TODAS LAS LOCURAS
Habíamos llegado a Abiyán, en Costa de Marfil, para visitar a nuestra hija Alicia
María que trabajaba allí con la Cruz Roja Internacional. Quería abrazarla y conocer
algo de la mítica Africa.
Salir a conocer Abiyán fue sorprendente. Una ciudad de más de tres
millones de habitantes con un centro moderno, asfixiada por tugurios, con una hermosa y moderna catedral católica. Una gran iglesia anclada a una cruz enorme que aparenta arrastrarla con grandes cables. Un profundo símbolo.
Asistimos a la misa dominical maravillándonos por la elegancia de todos los asistentes, con hermosas túnicas de colores y los lugares principales ocupados por militares con uniformes de gala. La música y el canto eran melodiosos y con sabor africano, no gregoriano. Todos participaban activamente con voces armónicas y al llegar a la comunión se mecían rítmicamente creando un sorprendente espectáculo.
Otro día, después de almorzar salimos a recorrer el centro de la ciudad. Especialmente a mirar los almacenes de telas con preciosos diseños y materiales, excelente ropa de cama en lino, todo atrayente y distinto. El paseo se alargó y al atardecer comenzamos a notar que las calles, antes llenas de personas, comenzaban a desocuparse, los almacenes a cerrarse y la gente presurosa se retiraba de la hermosa avenida llena de árboles y cercana al mar. En pocos minutos quedamos solos. De pronto, en medio de un ruido ensordecedor de chillidos y de alas batiendo el aire llegó una nube de grandes murciélagos que dominaron el sitio. Era aterrador. El refugio fue apretujarnos en la entrada de un viejo edificio. Abrazados pasaron largos minutos antes que cesara la embestida macabra.
Alicia María y Boris, su esposo, querían sacudirnos de esa pesadilla y salimos el fin de semana a Sassandra, un hermoso balneario, por una carretera que alguna vez estuvo pavimentada y que entonces la sufríamos, llena de baches, que al menor asomo de velocidad reventaban las llantas, Boris llevaba dos de repuesto. La carretera estaba adornada con filas interminables de carros abandonados a lado y lado de la vía que reemplazaban a los árboles, de los que no quedaba ninguno por la necesidad de utilizar su madera para cocinar. Veíamos estrechas y hermosas chozas alargadas, parecían pintadas por El Greco, sin ventanas. Ofrecían siluetas elegantes y altas como sus habitantes. Rodeadas de pobreza, de tierra mala y de pequeños cerdos, reales jabalíes, que posibilitaban la vida por consumir todo tipo de basuras y aportar, ocasionalmente, carne a la precaria dieta.
Al regresar de Sassandra, Boris buscó pasar por un sitio dedicado a las artesanías. Una serie de cambuches con techo de paja, humildes, pero llenos de vida, de imágenes de leones, jirafas y elefantes, de desmesuradas máscaras rituales. Muchas me inspiraban miedo. Aquí sentíamos que nos envolvía el África en pleno, un mosaico de culturas, de formas de expresión. Compramos una preciosa cabeza de mujer tallada en madera. Embrujados y felices, alelados por ella, salimos de la tienda y cruzando la carretera, sin poderle quitar los ojos a la pieza recién adquirida, sentimos morir cuando rodeados de polvo apareció de repente una camioneta que de milagro no terminó allí mismo con nosotros, nos salvamos por un pelo.
Pasó el viaje y en la sala de mi casa en Bogotá el principal adorno sigue siendo esa cabeza africana. Hoy la miro y a veces, con algunos rones en mi cabeza, me estremezco recordando aquel instante de angustia en la polvorienta carretera africana y siento, en los oídos y en el alma, el famoso tango de Gardel: “Por una cabeza, todas las locuras…”
Comentarios
Publicar un comentario