IMPIDIENDO UN SUICIDIO
Yo vivía en Moore con Balboa. Fue mi segunda vivienda cuando estudiaba en Medellín. Un sitio de frontera. A dos cuadras de Lovaina, zona de tolerancia, y a otras dos de un muy buen barrio de Medellín, el Prado. A mis amigos, haciéndome el interesante, les decía que vivía en Lovaina y a mis amigas, haciéndome el distinguido, que vivía en Prado.
Allí me acogieron Fernando Lema y Wilson Beltrán, oriundos del Viejo Caldas, que estaban finalizando sus estudios universitarios. Muy amables. Serio y juicioso Wilson y especialmente extrovertido y rumbero Fernando. Este ya tenía un grupo de amigos de su mismo ambiente y adoptaron al recién llegado. No me fue difícil entrar en relación con ellos.
Un comentario de Fernando ayuda a sintonizarnos bien en como era. A ambos nos enviaban el giro mensual y salíamos a reclamarlo y, plata en mano, él invariablemente exclamaba: “Luis, bebámonos esto antes de que no lo comamos”, y así lo hacíamos. Llegamos al extremo de tener crédito en un reputado bar. Cuando llegaba el giro de nuestros padres, lo primero que atendíamos como jóvenes bien educados, era pagar las etílicas deudas,
Bajo la batuta de Fernando organizábamos frecuentes “tomatas” en el apartamento, con la puerta abierta para ampliar el reducido espacio y ventilarnos. A pesar de que el instrumento más ruidoso era el tiple, eran frecuentes las quejas a la Policía del vecino solterón. Aburridos con las incómodas visitas y presiones de los uniformados, adoptamos una estrategia: por la noche, abríamos la puerta, sacábamos una mesa, asientos y aguardiente. Cantábamos bien fuerte dos o tres canciones, calculábamos el tiempo para suponer cuando el vecino erizado había puesto la queja a la Policía, y cuando estimábamos que la autoridad estaba próxima a llegar, guardábamos toda la parafernalia etílica y nos poníamos juiciosos a estudiar. Al llegar los uniformados , respondiendo ante la queja, alegábamos que un vecino, con demencia senil, no nos podía ver y buscaba pretextos para echarnos del apartamento. Les argumentábamos que nosotros solo teníamos tiempo para para los libros. A la segunda vez de aplicada la estrategia, la Policía no volvió a hacer caso de las quejas del presunto loquito.
Fernando Lema fue siempre una caja de sorpresas. Dormía con dos almohadas, una la usaba normalmente, y a la otra, bastante grande, la entrepernaba, nos decía, que era solo para hacerse ilusiones. Se levantaba víctima de feroces guayabos y comenzaba a saltar, y todo el edificio con él por sus 90 kilos de peso y 1,85 centímetros de estatura, y dándose besitos por todo el cuerpo repetía a voz en cuello: “Fernando, hoy amaneciste divino, divino”. Para mí, su compañero de cuarto, esto era ridículo y molesto. Al increparlo, me respondía: “Esto es para animarme, para recuperar la autoestima”.
Celebrando cualquier cosa, el trío de ocupantes bebió más de la cuenta. Wilson se emborrachó y decidió suicidarse. Lo pregonó a gritos diciendo que se iba a acostar en el cruce de vías al frente del apartamento, y lo hizo, en calzoncillos. En plena calle, me arrodillé a su lado, rogándole que se levantara. Fernando salió vociferando que no fuera payaso, diciéndole que si la idea era matarse, cambiara de esquina, y le sugirió otra cercana, con bastante tráfico. Wilson se levantó trastabillando, y caminando con él, logré engañarlo hasta dejarlo en su cama. Al otro día me dolía ser tan imbécil cuando tomaba trago, hasta pensé en dejarlo.
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