LOS TERCIADORES
Eran una institución en mi niñez. Su sede principal era la plaza de mercado. Otros se ubicaban en las barandas de la catedral sobre la carrera 23. Yo pensaba que su increíble fuerza les venía del poder de esta iglesia, que según el periodista de la época, Tomás Calderón, era una gran acumuladora de energía.
Una estampa del pasado, de la época de la arriería. Todos eran blancos, con un gran canasto y una ancha correa de cabuya para sujetarlo a su frente, de pieles curtidas, fuertes, dicharacheros y amables. Cuando caminaban cargados, los canastos los hacían parecer extraños hombres sin cabeza. Vestidos de dril, con un pequeño delantal de lona con bordes de cuero bien denominado tapapinche, alpargatas, un raído sombrero aguadeño y una amplia sonrisa.
Su función social, transportar cuanta cosa exigía trasladarse, habitaba en una etapa histórica donde el carro familiar era una excepción. Con mi mamá recurríamos a uno de ellos, a Miguel, un hombre fornido y afable que nos acompañaba a la plaza de mercado en las compras semanales. Yo siempre le pedía que me llevara en su canasto y era un paseo descansado e increíble. Me sentía acunado, seguro, en medio de un amable perfume de víveres frescos y hierbas aromáticas. Casi como en el seno materno.
En su canasto cabía todo. Hacía mil paradas para acopiar el plátano, la yuca, las papas, la carne, los huevos y lo que exigiera la nutrición familiar. Además, las ocurrencias del momento como matas, parrillas, ollas, cacerolas, especialmente las que se hallaban con bajo precio.
Nada era de peso o volumen excesivo para él. Podía cargarse hasta la torre de la catedral. Con total confianza mi mamá lo mandaba a la casa y seguía haciendo sus diligencias. Funcionaba a la perfección. Nada de buscar y pagar estacionamiento, de multas por demorarnos, de robos. Eran los terciadores una verdadera solución. Además, traían el oportuno aviso del sitio de las mejores calidades y de atractivas ofertas .
Algunos borrachitos tradicionales aprovechaban sus bondades. Uno de ellos, de buena prosapia, que vivía a costa de sus hermanas, los solicitaba para recogerlo borracho y llevarlo a la casa familiar. Guardaba algunas monedas para pagar el servicio. Se le olvidó hacerlo, o se tomó un aguardiente de más, y se quedó sin plata para cancelarlo. Al llegar donde sus hermanas, ser descargado ileso y no poder pagar, llegó el reclamo del terciador. Su respuesta fue contundente: no tengo como pagarle, "devuélvame donde me trajo".
Comentarios
Publicar un comentario