La Arabia alias La Máquina.

 


    De niño, dos o tres veces al año y lleno de alegría, me sacaban de los oscuros y limitados “bajos”, unos pisos semienterrados en la primera planta del edificio donde vivía me llevaban a La Arabia y allí se me ensanchaba el alma. Era una importante hacienda cafetera en Manizales, que había sido propiedad de mi abuelo Justiniano Londoño y que entonces la disfrutábamos sus herederos, gracias al cuidado del tío León, quien supo desarrollarla.

Me daba la bienvenida una magnífica casa tradicional antioqueña, de amplios corredores, con cuartos enormes, rodeada de altas palmeras y un gigantesco y viejísimo árbol de mango en su patio interno. Creía llegar al cielo y la recorría hasta el cansancio queriendo hacer muy míos sus rincones, sus ventanas y los calados que adornaban sus puertas. Muchas veces, en el pico de las cosechas, sus corredores se llenaban del grano para terminar su proceso de secado y podíamos navegar en un mar de café. Algo alucinante.

Ya adolescente, sin perder esa impresión infantil, observaba con respeto las instalaciones y equipos para el proceso del café; éste llegaba en volquetas llenas de granos rojos y húmedos, pasaba por una fila de peladoras y así comenzaba el largo camino para transformarse en una taza de café, de delicioso olor, en una cafetería de New York. Esta parte industrial ocupaba un gran espacio atestado de maquinaria que se llenaba de frenética actividad y de un olor dulzón en las cosechas.

Este frenesí llegaba a los cafetales con cientos de cosecheros persiguiendo el grano. Venían de todas partes, hasta del lejano departamento de Nariño, y sus nuevas voces y acentos me sorprendían. Buscaban el mejor pago por kilo recolectado, cambiaban frecuentemente de sitio de trabajo. El contacto directo con ellos era mínimo. Muy diferente al contacto personal, frecuente y cariñoso que teníamos con los empleados tradicionales que llevaban muchos años viviendo y trabajando en la hacienda. Siempre me sentí seguro entre ellos. Me daban gusto en todo y me permitían creer que reinaba en una pequeña corte campesina.

Pasaron los años, terminé viviendo en Bogotá. La sociedad Londoño Hermanos, propietaria de la hacienda, se disolvió y cada quién se arropó en su pedazo. Al final a mí solo me quedó el recuerdo. Alguna vez volví como invitado y estuve con una alegría triste, ya estaba desarraigado, estaba aprendiendo que cualquier lugar es de paso. El puntillazo final, como a los toros, lo recibí al conocer de su venta. La Arabia quedó en manos equivocadas, que dejaron derrumbar la casa. Hoy, no quiero regresar.

La vida se convierte en un tejido lleno de agujeros. De cosas que estuvieron allí y ya no están. Debo aceptar que mi pequeña corte campesina es solo un recuerdo y muchos de mis sueños pasaron a ser, con este puntillazo, un peso muerto para el arrastre. Como el toro de lidia al final de su faena.

 

Comentarios

  1. Me metí en La Arabia de lleno , hasta pude oler el delicioso aroma del café !!

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