EL RITO DE TOMARSE UN CAFÉ

         




       

        Tomarse un tinto, para un manizaleño raizal como soy yo, tiene que ser un rito, una ceremonia. No algo de afán, apurado, en un Tostao.

Manizales comenzó sin café. Desbrozando montaña para sembrar cultivos de pan coger y poder sobrevivir, cuidando el maíz para alimentarse y, además, engordar cerdos para venderlos en Marmato a los ingleses y a los mineros que los pagaban con oro. Si no llega el café se queda en una sencilla aldea encaramada en una montaña.

Pero llegó el café y nos dio capacidad de intercambio, nos abrió al mundo y surgieron capitalistas con visión comercial internacional y propiciaron rutas de comunicación como el cable aéreo a Mariquita. Nos sacó de los guaduales, impulsó la urbanización. Permitió ciertas comodidades, cierto nivel de cultura. Nos libró del costumbrismo paisa permitiéndonos soñar con Grecia y Roma. Nos deslumbramos con ser grecoquimbayas y poder expresar bellamente nuestras ideas. Creamos un nuevo departamento, el Departamento Modelo de Caldas, y siempre lo sentimos como el mejor fragmento de Antioquia.

Mi familia paterna estuvo íntimamente ligada a este desarrollo cafetero. Mi abuelo ayudó a fundar la federación y sus hijos impulsaron su hacienda La Arabia para convertirla en una importante productora del grano. Allí empecé a enamorarme de su sabor. El tinto allí siempre era del mejor café, cuidadosamente preparado. Su aroma remataba felizmente esa cadena de esfuerzos.

Quiero siempre tomarme un tinto bien logrado, en calma, envolviéndome en su profundo significado, muy conscientemente, disfrutándolo a cabalidad.

La antítesis a un compañero mío de quinto de bachillerato, aferrado al dinero, quién, cuando yo lo invitaba a un tinto en el café cercano al colegio, se atrevía a decirme: “Gracias Luis, pero mejor dame los diez centavos”. Pocos años después, logró casarse con una de las más ricas herederas de la ciudad, y nunca más tuvo que preocuparse por quién le pagara el café.

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