EN EL CUCHITRIL
En los años 60 vivíamos en Manizales en unos bajos situados en el espinazo de la carrera 23 esquina con calle 28. Debajo de mi casa, en la falda de la 28, aún más enterrado que nosotros, estaba un cuchitril que lo ocuparon sucesivamente reparadores de mil cosas. Uno, especial para mí, fue un típico zapatero remendón. Siempre fue mi amigo y aceptaba de buen modo mis interrupciones.
Yo era un inquieto adolescente, lleno de curiosidad aún por las cosas más simples. Ahora estoy viejo y creo que permanezco vivo porque sigo haciendo preguntas. Perder la curiosidad es comenzar a morir.
Era para mí increíble que el zapatero pudiera hablarme con sus labios sosteniendo los clavitos que bailaban en su boca. De repente sacaba uno sosteniéndolo en dos dedos, y con un martillito, lo clavaba en la suela de un zapato embutido en una horma de hierro patas arriba, sostenida con sus rodillas. Vivía así y llegué a imaginar que necesitaba los clavitos para pensar. Su cuchitril era tan pequeño y oscuro, que hacerlo no era fácil y necesitaba esos agudos pedazos de metal para lograr que la mente se le iluminara. Sus punzadas le despertaban ideas sencillas pero propias. No simplemente repetía, como muchos manizaleños, las opiniones del diario La Patria. No le llegaba el periódico y sólo se miraban en el cuartucho, fuera de sus herramientas, un radio obsoleto y páginas viejas de Cromos, pegadas a las paredes, con fotografías de las candidatas al reinado de la Feria Anual. Tan simplonas que hasta las podía mirar el señor obispo o Luis Londoño.
Le gustaba hablar de fútbol, lucía orgulloso el banderín del Once Caldas puesto en un triste lugar de honor destacado a su espalda. Asistía a los partidos sacrificando buena parte de sus precarios ingresos. Le daba tema para compartir conmigo, con los clavitos que se mecían en su boca. Pienso que yo era el único que aparecía, a algo más que a dejar o recoger un zapato.
Se puso viejo, tembloroso, y cerró su zapatería. Llegaban muy pocos clientes. Tenía un terrible dilema entre ahorrar para el arriendo, o asistir al estadio. Se atrasaba en pagar la renta y le llegaba un cobrador escandaloso, peor que un locutor deportivo, hijo de la dueña del edificio, a armarle terribles camorras y a avergonzarlo, dándole sentido a su apodo de “Bomba”.
Bajar al cuchitril se volvió para mí, caminar los peldaños a donde se resistía a morir la dignidad, por estar clavada en la boca de un anciano y a donde vivía la tristeza como un anillo en cualquiera de unos dedos arrugados que hacían posibles los pasos seguros de algunos, mientras los del anciano se acortaban con cada martillazo.
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