HUYÉNDOLE AL CEMENTERIO
Mi hermana, recién casada, se fue a vivir a Sonsón, una hermosa y fría población antioqueña que pude conocer y disfrutar en el año 1960. Su centro urbano queda muy cerca al río Sonsón. Como crucificando al río, lo atraviesa un puente de madera de la época de la arriería. Yo no tenía muchos programas para hacer y visitarlo era uno de mis favoritos a pesar de la necesidad de atravesar el cementerio. Éste, como es usual en los enclaves paisas tradicionales, es un sitio lleno de leyendas, con espantos propios. El lugar donde los difuntos se transforman en fantasmas.
Años atrás, para impulsar la construcción de la vieja catedral, los sacerdotes ponían de penitencia a los hombres llevar pesados bloques de granito, de una mina cercana al rio, hasta la plaza principal. Muchos pasaron cargados, sudorosos y arrepentidos, por este puente cruzando el cementerio rumbo a la plaza. Construyeron una iglesia magnífica que luego destruyeron los terremotos de 1961 y 1962. La dura penitencia que cumplieron ojalá les haya servido en la vida eterna.
Yo tristemente sabía de cementerios desde muy niño visitando la tumba de mi papá. Rememorando a quién no conocí y llorando su ausencia. Mis compañeros tenían un papá vigente y yo solo una imagen vaga, artificial, creada por mí, tratando de llenar un vacío. Pero San Esteban, el hermoso cementerio de Manizales, carecía de espantos. Una de las pérdidas de los pueblos al crecer, es quedarse sin fantasmas propios.
En Sonsón me recomendaban no cruzarlo al final de la tarde. Me advertían , especialmente, que no fuera a coincidir con el toque de campanas para la misa de seis. Me asustaban con consejas de gritos y luces verdosas, con el fantasma de la niña Vicenta que enterraron viva por error y se quejaba del terrible descuido. Un paisaje tétrico.
Un día me atrasé para regresar de un paseo en la tarde, estaba oscureciendo, pasaban murciélagos con su vuelo de trapo y el ulular de búhos y lechuzas comenzó a asustarme. Entré afanado al cementerio y todo lo veía en penumbra y misterioso. No tenía linterna y oteaba, muy cerca, pero fuera del terreno sagrado, luces verdosas que salían de las tumbas donde mal enterraban a los suicidas y a los réprobos. Me poseyó el miedo y comencé a correr dándome contra todo lo que encontraba en mi huida. Si alguna espina del camino se enredaba en mi ropa, intuía que algún muerto me estaba agarrando y corría más rápido. Sentía la angustia de encontrarme con la niña Vicenta y tener que pagar por el descuido de otros al enterrarla. Comencé a ahogarme en mis afanes y creí no saber cómo salir del cementerio.
En los pueblos pequeños, afortunadamente, todo es tan angosto y tan cerca que siempre se está próximo. El cementerio quedaba a pocas cuadras de la casa de mi hermana. Las recorrí tranquilizándome, tratando de darme explicaciones. Las luces eran por descomposición de los cadáveres y en mi ropa no encontraba pedazos de dedos de difunto, sino las señales de las espinas de las plantas silvestres. Me convencí de mi estupidez y juré nunca contarlo. Hoy, sesenta y cuatro años después, me atrevo a narrarlo. Como otras cargas, he dejado atrás la vergüenza.
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