OTRA VEZ HUÉRFANO
San Esteban es el hermoso cementerio de Manizales. Lugar de paz, de recogimiento. A veces pienso que allí no hay muerto que no quiera seguir enterrado.
Mi papá murió joven y desde muy niños, con mi hermana, acompañábamos a nuestra mamá a poner flores en su tumba y a verla llorar por quien no conocimos. Sentíamos su ausencia y nos formábamos su imagen sacándola de las fotografías y de las añoranzas familiares. Algo tremendamente insuficiente.
En el camposanto yo rezaba para no gritar. A veces por la ausencia y otras veces por las ceremonias. Terrible mi obligada asistencia al sermón de las siete palabras. De pantalón corto, con frío, triste, recostado en una columna, teniendo a un lado las tumbas de mis abuelos paternos y al otro la de mi papá. Al frente la figura alucinada de un monseñor, parado ante la gran cruz central del cementerio agitando frenéticamente sus manos y el micrófono, con voz potente e incansable, tratando de llegar al corazón de sus oyentes con el dolor de la partida de Cristo. No podía entenderlo, hería mis oídos, y de pronto solo quedaba en mi cabeza la frase “por qué me has abandonado”, que me hacía mirar fijamente a la tumba de mi padre para hacerle a él la misma pregunta.
Murió mi mamá, no pude llegar a su entierro. Otra vez las visitas al cementerio, doblemente tristes. Hice un acopio de ánimo y de razones para recomenzar a afrontarlas. Compré dos ramos de flores, y con pasos abatidos y el alma encogida me aproximé a sus sepulcros. Yo, que no había podido acompañar a mis padres con un ramo de rosas durante sus entierros, tampoco pude adornar sus tumbas con ellas. Alguien había ordenado retirar de la bóveda familiar todos los floreros que estaban al pie de cada nicho. Salí del cementerio estrenando pasos de huérfano total y con unos inútiles ramos de flores.
Ya adulto, en una de mis escasas visitas a Manizales a remover recuerdos, la visita más importante era al cementerio. No pude encontrar los nombres de mis padres en la bóveda de la familia. Desaparecieron remplazados por otros. Creía estar viviendo una pesadilla, buscaba en otras bóvedas perplejo. La razón del desalojo fue que el cementerio cobraba servicios de vigilancia y mantenimiento – algo nuevo para mí – que siempre pagó una tía. Al morir ella, nadie se hizo cargo y la administración arrojó los restos a una fosa común. No pude volver a rezar ante las tumbas de mis padres.
Nuestros muertos en sus sepulcros particulares en alguna forma permanecen presentes. Los sentimos cerca. Siempre guardamos alguna velada ilusión en la tristeza. Mis padres recibieron el último golpe y murieron del todo.
Fue una sensación terrible el perder ese puente que de alguna manera me acercaba a ellos. Otra vez había vuelto a quedar huérfano.
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