QUE SOÑAR PAGABA
Gonzalo Mejía Trujillo les enseñó a los antioqueños, que soñar pagaba. Antioquia necesitaba zarpar al Atlántico y uno de los grandes sueños del empresario fue la carretera al mar para comunicar a Medellín con el mundo. Algo quimérico cuando impulsó la idea a mediados de los años 20. Los puso a soñar. Logró motivar a las matronas antioqueñas para entregarle oro para la epopeya. Le entregaron 250 castellanos que hoy valdrían más de $409.000 millones de pesos. Puso manos al trabajo y en el año 1956 pudo completarse su sueño y el puerto de Turbo y su zona bananera han pagado con creces esa suma.
Con unos amigos antioqueños me fui de paseo a Turbo en 1967. Éramos jóvenes sin conciencia de la importancia de la carretera al mar. Solo queríamos conocer y tomarnos unos aguardientes en las playas del Caribe.
La región era una zona de colonización. La forma de hacerla era con pequeños aserríos temporales. Derribaban unos pocos árboles, los aserraban y reclamaban posesión sobre cierto número de hectáreas, usualmente de 20 a 50. Las vendían a los bananeros y abrían un nuevo boquete a la selva un poco más adelante. Un ambiente primitivo.
Arribamos a la finca de uno de mis amigos, llena de comodidades, con instalaciones sorprendentes para un sitio tan alejado. En sus amplios jardines aún se veían los tocones de los grandes árboles recién derribados. Disfrutamos los cultivos de banano en varias etapas de producción. Al final, cortaban el racimo de fruta madura, lo recibía en sus hombros un trabajador en una “cuna” acolchada y lo colgaba en un cable aéreo para transportar los racimos, sin maltratarlos, a la planta de proceso del banano.
Se lavaban y se dividían por “manos” (grupo de varias unidades), buscando aprovechar bien el espacio de las cajas de empaque, todas de 20 kilos y con el logotipo de Chiquita. Había millones de pequeños autoadhesivos para identificar cada banano de exportación. Yo guardé un rollo completo para marcar todas las cartas a mi novia, a mi chiquita.
En la que le escribí a la orilla del Caribe, cuya copia conservo, estrenando el especial sello para el sobre, le decía en mi estilo grecocaldense: “El mar es un simple marco para recordarte”, y así lo sentía. Le comentaba “Mi impresión de la región es de una tierra nueva, dependiente de los yanquis, abierta gracias a sus dólares. Donde se camina, se palpa fuertemente la ambición de dinero, el temor a un impasse con la compañía compradora, de un vendaval.”
Se vivía intensamente, en medio de un progreso material espectacular, pero sin moral, plagado de prostitución y taras. El norteamericano explota al cultivador, éste al negro y todos al indio que ha quedado desposeído y marginado. Aún son numerosos… La región es como una bolsa de banano entre el mar y la selva. Se conjuga lo primitivo y lo moderno: aquí pasas por un arroyo donde las negras desafían a la gravedad con sus pecho desnudos, en su labor casera, y más adelante cultivos modernos y lo último en tractores y avionetas”.
Logramos viajar en un barco de la Frutera de Sevilla acompañando un embarque de banano de exportación. Salimos por el canal del río León hasta el fondeadero donde un barco muy moderno nos esperaba. Aún me acuerdo del delicioso sabor de las frías cervezas alemanas.
El viaje total de la finca al barco duró cerca de tres horas. La rapidez de todo el proceso es clave para la calidad de la fruta y llegar a tiempo al barco refrigerado. Luego desembarcamos en el pequeño puerto de Turbo. En los manglares cercanos escarbamos en sus raíces, en ese entonces llenas de ostras. La receta era abrirlas en una totuma y pasarlas con aguardiente.
Delicioso paseo cortesía de un sueño de Gonzalo Mejía Trujillo.
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